Revista Cultura y Ocio
Ramiro Pinilla Antonio B. el Ruso, ciudadano de tercera
Sé que vamos muy lejos. He oído hablar que otros hombres que han ido a Carmona andando tardaron dos meses. Dejamos atrás las últimas casas del pueblo. Luego pasamos Cardilla. En Robledal hacemos un alto para tomar un bocado: yo, pan con tocino, y ellos, pan con gallina. Me siento aparte y no me llaman. Tampoco me hablan mientras caminamos. Luego viene Robledal y luego Aguasvivas, y desde aquí empieza el mundo. No veo a Clara en la casa del juez. Sigo andando, sin dejar de mirar atrás, aunque sea por ver al juez. Es que siento ganas de volverme corriendo para pedirle que me encierre en su cuadra, que me tenga allí hasta que estos hombres se pierden de vista. Con los guardias nunca me he entendido, pero sí con el juez. Su obligación en decirme que no robe, pero yo sé que piensa que no es tan malo robar, pues él mismo me pide que robe para él. Es un buen hombre, el juez. Es el único que me llama Ruso en un tono de amigo. ¡Quiero volver, quiero estar en mi cueva del lago, aunque sea comiendo lagartos crudos!¡Quiero ver a Pedrón y a su banda, porque siempre me ayudan!¡Quiero bañarme desnudo en el lago!¡Quiero meter mi hierro en las cerraduras de las cantinas!¡Quiero que me sigan los guardias para dejarlos atrás por los montes que tan bien conozco!¡Quiero ver a Clara!¡Quiero ver a Trinidad, la hija de Daniel el de la viña, que no avisó a su padre cuando me vio robar una gallina! Pero dejo a mis espaldas la última casa conocida y el último campo conocido y entro en el mundo.