Howard
Fast
Shirley
Conducían
calle arriba por la Sexta Avenida, cuando en el cruce con la diecinueve el
gordo hizo señal de doblar a la izquierda, en cuyo sentido giró el volante.
Shirley puso entonces el pie encima del suyo, que estaba situado sobre el
acelerador, y lo hundió con toda su fuerza. El coche dio un acelerón. El gordo
le echó el brazo pero descuidó el volante. Shirley sintió la sacudida en la
cara, se deslizó entre el asiento y volvió a hincar el pie con todas sus
fuerzas. El coche basculó hacia la derecha. El gordo se debatía con el volante.
El flaco lanzaba denuestos, cuando el coche viró bruscamente hacia la
izquierda, tomando la esquina a más de cuarenta millas por hora, para luego,
zigzagueando por la acera, lanzar a Shirley disparada hacia la izquierda, por
detrás del gordinflón. En cuestión de apenas unos segundos el coche se
estampaba frontalmente a cuarenta y cinco millas por hora contra el ventanal de
un almacén. El estruendo pudo oírse a diez manzanas.
El
flaco, Francis, salió despedido del parabrisas. El gordo, cuyo cráneo se hundía
en el marco de la puerta, tenía el pecho atravesado por el eje del volante.
Atrapada entre el gordo y el respaldo del asiento delantero, Shirley, que había
recobrado el resuello, consiguió arrastrarse para salir del coche cuando el
abrigo nuevo de primavera sufrió un roto. Miró a Francis y se sintió enfermar.
Enseguida, mientras el primer observador ya se apresuraba hacia la escena del
accidente, pudo abrirse paso entre los cristales y caminar de vuelta hasta la
Sexta Avenida.