Revista Cultura y Ocio
Jiří Kratochvil
La promesa de Kamil Modráček
Pero el comienzo del fin de mi talento también podía haber sido lo de la villa Wagenheim. Es una obra sin duda valiosa, arquitectónicamente hablando, a la que solo se puede reprochar una cosa: que su planta represente un símbolo nazi. Pero entonces se me ocurrió: ¿y si justo era eso lo más valioso? Hasta yo lo había tomado entonces como un reto. Tuve que batallar con esa cruz gamada como hacía en otros proyectos cuando el terreno era pérfido, como si hubiera tenido que construir la casa sobre un terreno pantanoso o bajo una roca con peligro de desplome. Sí, recuerdo vivamente que me despertaba por la noche y me desvelaba, y me quedaba de pie en la ventana, mirando a la calle Běhounská, desierta en medio de la noche como una galería profunda en una mina. Buscaba el modo de conservar mi honor, a pesar de todo. Y no solo el honor. Quería demostrar algo, engañar a la esvástica como el zorro a la urraca del queso en el pico. Así que no solo había hecho de aquellas cuatro perneras los pantalones de Hitler cuatro alas completamente habitables, sino que también giré la obra hacia la calle Hroznová de modo que dos de las alas taparan las otras dos aspas de la cruz. Eso, de frente. Aunque tampoco de costado se veían demasiado las otras dos aspas, porque las tapaba la crecida vegetación que había plantado al efecto. Así que solo desde el aire se podía adivinar el encargo original de la Villa Wagenheim. (Y tuvimos suerte de que cuando las fuerzas aéreas aliadas bombardearon Brno al final de la guerra no sobrevolaron Pisárky y no desfogaron con la villa.) Además, para cada una de las cuatro alas inventé una aplicación funcional que dejaba claro que, al igual que un ave las necesita para volar, esta villa necesitaba también sus alas para existir. Precisamente en ellas estaba el espacio habitable, mientras que el cubo central del que salían tan solo era una articulación que las dotaba de la posibilidad de comenzar a moverse, agitarse y girar si hubieran tenido capacidad para ello. Y aproveché el hecho de que al final de cada ala hubiera otra miniala en ángulo recto, como en la esvástica, para colocar unas habitaciones que necesitaban su entrada independiente. Y como esas entradas estaban situadas discretamente fuera del espacio habitable y representativo principal; cuatro habitaciones de lujo, separadas del tráfico habitual del edificio. Cuando justo después de la guerra llegó a Brno una delegación de arquitectos finlandeses para ojear el área de las exposiciones y otras obras funcionalistas de la época (ese fragmento superviviente de aquel propósito vanguardista de hacer de Brno un centro de la moderna arquitectura europea), se detuvieron también ante la Villa Wagenheim como buscadores de setas que se hubieran topado con un gigantesco hongo, y al principio farfullaron con aire de expertos señalando cómo las alas se doblaban en otra alas menores, pero luego se callaron y un respeto sagrado se fraguó allí mismo en ese puñado petrificado de mudos admiradores. Por supuesto, yo no estaba allí, pero todo el asunto terminó llegando a mis oídos. Sobre todo en lo que se refería a sus aterradoras consecuencias. Cuando los expertos finlandeses regresaron a su país, a la tierra de los bosques y los lagos, la patria del arquitecto Alvar Aalto, los muy perturbados empezaron a sembrar cruces gamadas arquitectónicas aquí y allá sin que se dieran cuenta de qué era lo que estaban plantando. A pesar de todo me gustaría creer que con la Villa Wagenheim conseguí engañar al diablo. Y si en realidad no fue así, entonces que el diablo me demuestre cómo ha conseguido sugerirme que sí lo hice.