Revista Cultura y Ocio
Stella Gibbons La segunda vida de Viola Wither
Estaba sentado delante de su barraca, trabajando en las fases finales de su Oso con Cachorros. Había pasado una hora idílica disparando a los pájaros con un tirachinas y había derribado a una paloma que pretendía comerse para el almuerzo; ahora se estaba cociendo, junto con cuatro hermosas patatas que había robado del huerto del coronel Phillips, en una lata encima del fuego. El día anterior, se había pasado la tarde con la señora Caker, aprovechando que Saxon está en Chesterbourne. Mientras labraba su Oso con Cachorros, cantaba un himno y se preguntaba qué cenaría. Alzó la vista.
—¡A las buenas de Dios, jefe! —gritó en un tono respetuoso a la par que afable—. Bonita mañana. El señor Wither, que caminaba a cierta distancia dando su paseo diario, no se dio por aludido. —He dicho «bonita mañana» (¿quién ma cogido el Eno?) —repitió el Ermitaño, más alto. El señor Wither, que caminaba un poco más deprisa ahora, seguía sin querer enterarse. —¡BONITO DÍA, BONITO DÍA! —gritó el Ermitaño y el bosque retumbó—. QUE DIGO QUE HACE UN DÍA MUY BONITO, ¿VERDAD… —y añadió bajando el tono—: Jefe? El señor Wither, que sufrió un violento sobresalto, miró a su alrededor como para descubrir de dónde procedía aquel berrido y al fin miró por casualidad hacia donde estaba el Ermitaño. Inclinó la cabeza con altanería. —¿Qué?¿Tomando el aire? —continuó el Ermitaño dicharachero—. Le viene bien a uno airarse, ¿a que sí? Ah, cuando uno llega a nuestra edad, jefe, solo se puede hacer una cosa. El señor Wither no podía rebajarse a hablar con el Ermitaño, pero adoptó una expresión de interés condescendiente. Cualquier cosa era mejor que tener a aquel tipo dando berridos. Los berridos, sobre todo los emitidos por semilunáticos, turbaban al señor Wither más que antes; la señora Wither tenía razón cuando decía que ya no estaba para demasiados trotes.