Revista Cultura y Ocio

Fragmentos Nº122: Bioy

Publicado el 16 julio 2013 por Kovua
Diego Trelles Paz Bioy
Fragmentos Nº122: Bioy Los mira en contrapicado, alzando la barbilla y tensando las venas del cuello en señal de resistencia. Aunque yace desnuda y con los brazos abiertos, la apócrifa sensación de tumba abierta, de cuerpo inerte a punto de enterrarse, le resulta menos pasmosa. Su punto de vista es el de la moribunda agonizante en la sala de emergencias. Los rostros que la rodean llevan tapabocas y pinzas y guantes y están luchando en equipo por salvar su vida. Su punto de vista es el de la mujer desmayada en pleno centro de Lima. El que la baña, arriba en lo alto, es el sol de Lima, que enrojece sus mejillas mientras los curiosos le echan aire y piden calma a gritos. Su punto de vista es el de la niña durmiendo boca arriba sobre las piedritas angulosas de La Punta. Su padre y su madre y sus hermanos en la playa los domingos: aunque el dinero no alcanza hay que darse un gustito a veces, Elsita, mira qué bonito es el mar del Callao, un día los llevaremos lejos, derechito a las islas, de paseo todo el día, en un barco enorme y poderoso como el del patrón, y ya no tendrás que usar tu ropita para bañarte, hija mía, serás una sirena y una princesa de mar. Pero no abras los ojos, Elsa, no. Si lo haces ahora, volverás. Déjame ayudarte. No permitas que siga. Niégame. Si oyes mi voz, llegarán por ti. —¿A quién le hablas, mi vida?... ¿O ya empezaste a hablar solita? —Es el de la voz ronca: el de los pómulos salidos: el de los granos en la cara: el que parece el más cruel (pero no): el más borracho: el que cuenta chistes—, ¿Ya te nos loqueaste, mamita?... Ya. Aurita vas a ver terruca conchatumadre, aurita vas a ver cómo se te acaba toditita la locura si no empiezas a cantar… «¡Mi capitán!», lo llama pronto el cabo, más con miedo que con respeto, pero Gómez no responde. Sólo se limita a mirarlo entre divertido y siniestro. Desde su posición apenas puede verlo. Su ángulo de visión está limitado por el horrífico rostro de Gómez y por la profusa hinchazón de sus ojos. Casi sin meditarlo, idealizando la figura del jovencito que había querido ayudarla, en el preludio de lo que intuye mortal, Elsa se descubre pensando en él. ¿Cuál era su nombre? No lo sabía. Era el cabo Cáceres, así, a secas. ¿Cuántos años tendría? No más de veinte. La tersura de su piel canela, la coloración de sus mejillas, el centelleo alocado de sus pestañas, los tristes ojos verdes, su mirar acuoso y compungido, su estoica fragilidad, ¿no eran aquéllos los señuelos de su inexperiencia, de su resignación, de su joven pudor? Lo eran, sin duda. Y entonces —piensa Elsa, ya con violencia— entre ambos sólo había dos años de distancia: muy lejos de la cocina hubieran podido ser amigos o primos o novios o amantes y él habría tomado su puesto, sí; aceptaría ese sacrificio por ella, aquí y ahora, maniatado de las muñecas, reventado a golpes por su silencio, electrocutado con la piscina, sucio de escupitajos y de semen y de su propio excremento, cocido por el fuego de los cigarros que el mayor habría de apagarle lentamente en la planta de los pies.


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