Diego
Trelles Paz
Bioy
Los
mira en contrapicado, alzando la barbilla y tensando las venas del cuello en
señal de resistencia. Aunque yace desnuda y con los brazos abiertos, la apócrifa
sensación de tumba abierta, de cuerpo inerte a punto de enterrarse, le resulta
menos pasmosa. Su punto de vista es el de la moribunda agonizante en la sala de
emergencias. Los rostros que la rodean llevan tapabocas y pinzas y guantes y
están luchando en equipo por salvar su vida. Su punto de vista es el de la
mujer desmayada en pleno centro de Lima. El que la baña, arriba en lo alto, es
el sol de Lima, que enrojece sus mejillas mientras los curiosos le echan aire y
piden calma a gritos. Su punto de vista es el de la niña durmiendo boca arriba
sobre las piedritas angulosas de La Punta. Su padre y su madre y sus hermanos
en la playa los domingos: aunque el dinero no alcanza hay que darse un gustito
a veces, Elsita, mira qué bonito es el mar del Callao, un día los llevaremos
lejos, derechito a las islas, de paseo todo el día, en un barco enorme y
poderoso como el del patrón, y ya no tendrás que usar tu ropita para bañarte,
hija mía, serás una sirena y una princesa de mar. Pero no abras los ojos, Elsa,
no. Si lo haces ahora, volverás. Déjame ayudarte. No permitas que siga. Niégame.
Si oyes mi voz, llegarán por ti.
—¿A
quién le hablas, mi vida?... ¿O ya empezaste a hablar solita? —Es el de la voz
ronca: el de los pómulos salidos: el de los granos en la cara: el que parece el
más cruel (pero no): el más borracho: el que cuenta chistes—, ¿Ya te nos
loqueaste, mamita?... Ya. Aurita vas a ver terruca conchatumadre, aurita vas a
ver cómo se te acaba toditita la locura si no empiezas a cantar…
«¡Mi
capitán!», lo llama pronto el cabo, más con miedo que con respeto, pero Gómez
no responde. Sólo se limita a mirarlo entre divertido y siniestro. Desde su
posición apenas puede verlo. Su ángulo de visión está limitado por el horrífico
rostro de Gómez y por la profusa hinchazón de sus ojos. Casi sin meditarlo,
idealizando la figura del jovencito que había querido ayudarla, en el preludio
de lo que intuye mortal, Elsa se descubre pensando en él. ¿Cuál era su nombre? No
lo sabía. Era el cabo Cáceres, así, a secas. ¿Cuántos años tendría? No más de
veinte. La tersura de su piel canela, la coloración de sus mejillas, el
centelleo alocado de sus pestañas, los tristes ojos verdes, su mirar acuoso y
compungido, su estoica fragilidad, ¿no eran aquéllos los señuelos de su
inexperiencia, de su resignación, de su joven pudor? Lo eran, sin duda. Y entonces
—piensa Elsa, ya con violencia— entre ambos sólo había dos años de distancia:
muy lejos de la cocina hubieran podido ser amigos o primos o novios o amantes y
él habría tomado su puesto, sí; aceptaría ese sacrificio por ella, aquí y
ahora, maniatado de las muñecas, reventado a golpes por su silencio,
electrocutado con la piscina, sucio de escupitajos y de semen y de su propio
excremento, cocido por el fuego de los cigarros que el mayor habría de apagarle
lentamente en la planta de los pies.