Revista Cultura y Ocio
Carmen Laforet Nada
Me viene ahora el recuerdo de las noches en la calle de Aribau. Aquellas noches que corrían como un río negro, bajo los puentes de los días, y en las que los olores estancados despedían un vaho de fantasmas. Me acuerdo de las primeras noches otoñales y de mis primeras inquietudes en la casa, avivadas con ellas. De las noches de invierno con sus húmedas melancolías: el crujido de una silla rompiendo el sueño y el escalofrío de los nervios al encontrar dos pequeños ojos luminosos —los ojos del gato— clavados en los míos. En aquellas heladas horas hubo algunos momentos en que la vida rompió delante de mis ojos todos sus pudores y apareció desnuda, gritando intimidades tristes, que para mí eran sólo espantosas. Intimidades que la mañana se encargaba de borrar, como si nunca hubieran existido. Más tarde vinieron las noches de verano. Dulces y espesas noches mediterráneas sobre Barcelona, con su dorado zumo de luna, con su húmedo olor de heridas que sobre la escamosa cola de oro… En alguna de esas noches calurosas, el hambre, la tristeza y la fuerza de mi juventud me llevaron a un deliquio de sentimiento, a una necesidad física de ternura, ávida y polvorienta como la tierra quemada presintiendo la tempestad. A primera hora, cuando me extendía, cansada, sobre el colchón, venía el dolor de cabeza, vacío y bordoneante, atormentando mi cráneo. Tenía que tenderme con la cabeza baja, sin almohada, para sentirlo encalmarse lentamente, cruzado por mil ruidos familiares de la calle y de la casa. Así, el sueño iba llegando en oleadas cada vez más perezosas hasta el hondo y completo olvido de mi cuerpo y de mi alma. Sobre mí el calor lanzaba su aliento, irritante como jugo de ortigas, hasta que oprimida, como en una pesadilla, volvía a despertarme otra vez.