Revista Cultura y Ocio
Javier Sáez de Ibarra Bulevar
No veía la floristería. Todo allí, repleto de indicaciones, dejaba al visitante sin referencias. Qué contrasentido. Me apuraba repitiendo: «La floristería. La floristería», como si nombrarlo produjera el milagro que se me apareciese. Una voz anunció que el cierre de la tienda se demoraría unos minutos, agradecían nuestra visita, que fuéramos saliendo por favor… un instante de silencio y volvió la música insípida. Por un sitio o por otro, los mismos clientes seguían al mismo paso sin hacer caso a la voz. Ya había decidido regresar al coche a esperarla, cuando pude divisar la tienda de flores. A toda prisa, tropezando con alguna persona, llegué hasta ella. La dependienta recogía macetas que había colocadas a la entrada, y que al moverlas dejaban su ligero rastro de tierra húmeda y agua por el suelo. La abordé. —Discúlpeme, señorita, ¿me vendería unas flores? Me echó un vistazo antes de preguntar cuáles deseaba. Pedí rosas rojas, y su precio. Ella misma sugirió que comprara tres, acompañadas de una ramita de limonio y algo de verde que envolvería en un lindo papel. Yo se lo agradecí. Compuso el pequeño ramo con sus manos diligentes, tomándose su tiempo. Le dije que andaba apurado; no para que se apresurase, para agradecer su atención en aquellos momentos al final de la jornada. Creo que me entendía.