Revista Cultura y Ocio
Sabina Berman El dios de Darwin Se había presentado en el despacho del director no con su faldita escocesa, sino con una falda de crepé negro marca Prada que se ajustaba a sus pantorrillas velludas. Se alisó la falda, juntó en el piso sus botas de minero y dijo en su voz suave y seductora:
—Ésta es la guerra entre los individuos que deseamos ser libres de expresar nuestros deseos y estos señores que leen la Biblia como la doctrina de una dictadura, y tú tampoco deberías emputecerte lamiéndoles el culo, ni siquiera por 10 millones de dólares. Rojo de rabia Eldrich aplastó su cigarro contra la banca, lo lanzó lejos y siguió blablableando mientras Yo entré en la sombra verde del garaje. Tomé el hacha que asomaba entre el pasto y me dirigí a trancos por la hierba del jardín hasta la puerta trasera. —Y entonces —dijo Eldrich reapareciendo a mis espaldas—, el presidente de la universidad le hizo una oferta irresistible a Tonio. Un sabático extendido indefinidamente. Coloqué el hacha sobre mi hombro como si fuera un bate de béisbol, mientras Eldrich a mi lado seguía absorto en su relato. —Así que a los 40 años nuestro querido Tonio cumplió su sueño más preciado. Se fue a Inglaterra a trabajar en la comisión para la defensa de los Derechos Humanos de la Diversidad de la ONU, con su salario de profesor intacto y su puta faldita escocesa. Como si fuera un bate, descargué un hachazo contra la puerta, CRAS, y Eldrich, en lugar de terminar su idea, saltó a un lado. Descargué otro hachazo, CRAS. Fui destrozando la puerta a hachazos, CRAS, CRAS, y entre uno y otro creo haber oído a Eldrich murmurar: —Putos locos. Por eso te eligió a ti. Son de la misma puta banda de locos. CRAS, CRAS, CRAS.