Revista Cultura y Ocio
Arnošt Lustig Una oración por Kateřina Horovitzová Los ojos del sastre no dejaban de repetir algo que ya no estaba relacionado con su trabajo: que aquella ceniza sería indestructible e indeleble. No se consumiría presa de las llamas, pues era producto del fuego mismo. No se congelaría, tan solo se mezclaría con la nieve y el hielo. No se agostaría a la solana, pes nada puede estar más seco que la ceniza. Ningún ser vivo podría huir de ella. Estaría contenida en la leche que bebieran las criaturas que aún no habían nacido, y en los pechos maternos de los que mamarían. Permanecería en las flores que se abren y en el polen con que las fecundarían las abejas. Penetraría hasta las profundidades de la tierra, donde los bosques putrefactos se transforman en carbón, y hasta lo más alto del cielo, donde la vista de los seres humanos, multiplicada por el telescopio, se estrella contra el envoltorio imperceptible que gira en torno a esta terrenal manzana agusanada. Permanecería en la mirada y el aliento de cada hombre, y el próximo que se preguntase de qué substancia estaba compuesto el aire que respiraba se vería obligado a tomar en consideración esta ceniza. Estaría entre las páginas de los libros aún por escribir, en confines aun no hollados por el pie del hombre. Nadie podría zafarse de ella. De la ceniza, importuna y gentil, de los muertos que perecieron sin culpa.