Revista Cultura y Ocio
Berna González Harbour Verano en rojo
El Pájaro Amarillo. Tres aviadores franceses que habían cruzado el Atlántico habían logrado aterrizar de milagro en la primera playa con cierta envergadura que atisbaron desde el aire mientras se precipitaban hacia el mar. Los tres, y un polizón que se había colado, lograron sobrevivir ante el asombro de un pueblo que se convirtió en testigo de una de esas aventuras de héroes voladores que entonces fascinaban a la población. Fue en 1919. El vuelo de América a París se había reanudado con ayuda de esa gente, y el pueblo lo había conmemorado desde entonces cada año con el orgullo heredero de unos antepasados que habían aportado su presencia y ayuda a una proeza única. ¿O es que algún otro pueblo del mundo, de España, del norte de España, de Cantabria o de la comarca había pasado a los libros de historia de la aviación por una contribución similar? Con razón había un monumento, por más que fuera espantoso. Pero lo que ahora rondaba en la cabeza de María —agotado ya hace mucho el sabor del caramelo imaginario con se durmió, y calmada el hambre a base de un cruasán y un sobao envueltos en servilletas— eran preguntas: ¿por qué el cadáver de Alejandro estaba al pie de la escultura?; ¿por qué había muerto en esa playa?; ¿tenía aquello alguna significación?