Revista Cultura y Ocio

Fragmentos Nº62: Lulu

Publicado el 13 agosto 2012 por Kovua

MirceaCărtărescu Lulu
Fragmentos Nº62: Lulu Adelantábamos a algunos grupos, otros nos adelantaban a nosotros, nos fijábamos en los huertos, en las losetas blancas, en los mojones que marcaban los kilómetros, en los gitanos seguidos por sus mujeres cuando, de repente, Clara nos señaló unas manchas fosforescentes a la derecha del camino, al fondo un lindero de acacias. Al principio creíamos que eran las tiendas de campaña de unos italianos, pero los turistas no frecuentaban demasiado esa región. Las manchas eran borrosas, como una llamarada de matices cambiantes o como el mar divino a lo lejos, entre rocas. Predominaba un color fresa atravesado por estrías nacaradas. Savin nos dejó atrás para alcanzar a unos tipos del liceo Bălcescu que llevaban las guitarras a la espalda, y Clara y yo avanzamos campo a través unos doscientos metros, hasta la linde que era, de hecho, un verdadero bosquecillo de acacias jóvenes. Tras ellas apareció un montículo redondeado, construido probablemente para marcar un límite o tal vez, incluso, a modo de tumba. Trepamos el túmulo y desde arriba pudimos ver a nuestros pies un asombroso y mágico valle lleno de flores silvestres. Margaritas y bocas de dragón, chicoria y manzanilla, flores abigarradas abiertas en todo su esplendor, como en una cuadro naif. Clara estaba fascinada, bajó y se adentró entre las flores, que le llegaban hasta la cintura. Se detenía, arrancaba una y la miraba atentamente, olía otra, de un tallo cogía una mariquita brillante y la echaba a volar desde el dedo… Bajé también yo. Así había imaginado un valle cuando, a los ocho años más o menos, tumbado en el sofá, leí mi primer libro de cuentos y cuando toda aquellas topografías y personajes fabulosos, las montañas de cristal, el Hombre de flores con la barba de seda, Niño-Triste e Inia-Dinia, Pedrito Pimienta y Flor-Florida daban vueltas en mi cabeza, y dibujaban unas figuras como iluminadas por dentro. Era el Valle del Olvido, donde aquel que se queda dormido no añora a sus padres ni el lugar donde ha nacido. Un lugar tan hermoso n puede existir en la realidad. Era literatura, era ficción, y nosotros éramos los personajes de un poema. Recordé eso versos de Donne en los que dos enamorados duermen juntos, cogidos de la mano, en un valle florido, sin otro roce que el de los dedos entrelazados, la unión de sus espíritus es «el único modo de procrearse». Sin embargo, Clara era absolutamente real y la conocía desde hacía dos años, desde que era mi compañera de clase. Una chica juiciosa, discreta y tranquila. Caminamos durante un rato contemplando las flores y luego nos sentamos en la hierba enmarañada. Las corolas se esforzaban por cerrarse sobre nuestras cabezas. Nos tumbamos uno junto al otro y permanecimos allí, intercambiando  alguna palabra de vez en cuando, durante toda la mañana. En su rostro temblaban las sombras coloreadas de los pétalos acariciados por el sol. Un escarabajo de caparazón metálico, verde brillante, trepaba por un tallo. Una telaraña, empujada por el viento, se hinchaba entre dos ramitas. Mirábamos cómo el cielo se iluminaba y se oscurecía con el paso de las nubes.

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