Revista Cultura y Ocio
Sue Grafton V de venganza
A las seis de la mañana del sábado ya estaba en mi puesto. Tras cuatro horas de sueño, me duché, me vestí y me dirigí a la zona alta del este de la ciudad. De camino me detuve en McDonald’s para comprar un café largo, un zumo de naranja y un Egg McMuffin. El café y el zumo no tardarían en obligarme a busca un baño público, pero de momento tenía que arriesgarme. En otros tiempos, cuando desempeñaba labores de vigilancia, utilizaba una lata de pelotas de tenis para urgencias urinarias, una solución poco satisfactoria. En el caso de las mujeres, las funciones fisiológicas resultan problemáticas a nivel estratégico. La puntería y la postura tiene más que ver con el arte que con la ciencia, y últimamente me había llegado a plantear si no me iría mucho mejor un recipiente de plástico para alimentos, uno de boca ancha con tapa hermética. Aún seguía sopesando los pros y los contras de la idea. Tras doblar la esquena que daba a Juniper Lane, aparqué en la misma acera de la calle donde se hallaba la casa de estilo Tudor de los Prestwick, a unos quince metros del camino de entrada, en un lugar que quedaba justo fuera del campo visual de sus ocupantes. Al menos eso esperaba. Aún estaba oscuro y, al arrellanarme en el asiento disponiéndome a esperar, vi que unos faros giraban en la esquina desde Santa Teresa Street. Un coche se aproximó muy despacio. Yo me escurrí hacia abajo y observé la calle bajo el borde inferior del protector del parabrisas. Incluso con el cartón en su sitio, sabía que podrían verme si alguien pasaba por allí se volvía para mirar directamente hacia mí. A través de la ventanilla vi pasar un periódico volando y un instante después oí que caía en el suelo. El vehículo siguió avanzando. En la siguiente residencia un segundo diario voló por el aire hasta aterrizar en el jardín. Cuando al conductor torció en la esquina al final de la calle, salí del coche y eché a correr por la fachada lateral de la casa estucada de verde para recoger de las escaleras un periódico envuelto en plástico y regresar después a toda prisa. Ya de vuelta en la ranchera, retiré la funda de plástico y coloqué el diario encima del asiento del copiloto, junto a la réflex y la tablilla con sujetapapeles, donde anoté la hora para que quedara constancia del dato. No tenía ninguna necesidad de hacerlo. En teoría estaba trabajando fuera de las horas que me había pagado Marvin, pero él mismo me había dicho que podía emplear el tiempo como mejor me conviniera sin darle explicaciones. Lo cierto es que investigaba por el placer de investigar, aunque no podría permitirme de lujo de hacerlo indefinidamente. Tenía un negocio a mi cargo y facturas que pagar, cuestiones que no podría pasar por alto.