Revista Cultura y Ocio
Jaume Cabré Yo confieso
—Lo siento mucho. Se callaron. Y entonces entró Wilson y dijo ¿va todo bien, preciosidad? Y levantó la barbilla a Adrià para mirarle la cara como si fuera un niño. Le secó las lágrimas con un clínex y le dio una pastillita y un vaso medio lleno que Adrià bebió con avidez; con una avidez que Bernat no le conocía. Wilson volvió a decir va todo bien, mirando a Bernat. Este, con un ademán, dio a entender fantástico, tío, y Wilson echó un vistazo a la sémola esparcida por el suelo. Con un pañuelo de papel recogió una poca, disgustado, y salió de la habitación con el vaso vacío y silbando una música desconocida en compás de seis por ocho. —Me das una envidia que... Pasaron diez minutos en silencio. —Mañana llevo los escritos a Bauçá. ¿De acuerdo? Todos, los de tinta verde. Y los de tinta negra se los he mandado a Johannes Kamenek y a una compañera tuya de la universidad que se llama Parera. Las dos caras. ¿De acuerdo? Tus recuerdos y tu reflexión. ¿De acuerdo, Adrià? —Me pica aquí —dijo Adrià señalando la pared. Miró a su amigo—: Cómo puede ser que me pique la pared. —Iré informándote. —También me pica la nariz. Y estoy muy cansado. No puedo leer porque se me mezclan las ideas. Ya no me acuerdo de lo que has dicho. —Te admiro —dijo Bernat, mirándolo a los ojos. —No volveré a hacerlo. Lo juro. Bernat ni siquiera se rió. Se quedó mirándolo en silencio. Le cogió la mano que de cuando en cuando batallaba contra la mancha rebelde y se la besó como a su padre o a su tío. Lo miró a los ojos. Adrià le sostuvo la mirada unos segundos.