MirceaCărtărescuNostalgia Hacíamos
lo mismo entre nosotros. Nos perseguíamos todo el día por las laberínticas
zanjas del alcantarillado. Bajábamos por ciertos sitios, avanzando entre tubos
embreados y grifos gigantes, y luego nos colaba en la nariz y en la sangre
aquel miasma de tierra, de lombrices y larvas, de brea y masilla fresca.
Aquello parecía volvernos locos. Armados de pistolas de agua, enmascarados con
cartones del depósito de muebles que pintarrajeábamos en casa para que
resultaran de lo más terrorífico —enseñando los colmillos, con los ojos
desorbitados y las narices hinchadas— nos perseguíamos por los canales
tortuosos mientras arriba veíamos tan solo una franja de cielo que se oscurecía
a medida que el tiempo pasaba. Cuando, al girar en un recodo, nos dábamos de
bruces con un enemigo, aullábamos y nos abalanzábamos el uno sobre el otro, arañándonos
y rompiéndonos las camisetas estampadas. No sé quién inventó aquel juego que
llamábamos Brujitoca, y que jugamos años y años sin llegar a aburrirnos, es más,
creo que en octavo todavía jugábamos a aquello. Era una combinación de juego
menos agresivos: policías y ladrones, el escondite… Al principio había una sola
Brujitoca elegida al azar. Era la única que llevaba careta y además blandía un
palo en la mano. Contaba de cara a la pared y luego se lanzaba a la zanja en
busca de víctimas. Podías salir de la trinchera pero no podías refugiarte en
los portales ni saltar la valla del molino. La Brujitoca nos perseguía por
aquellos agujeros apestosos y,cuando
conseguía pegar a alguno con su palo, lanzaba un aullido terrible. La víctima
tenía que quedarse paralizada. La Brujitoca lo arrastraba del brazo hasta su
guarida; allí le daba en la cabezaun número
determinado de coscorrones y, bautizado de esta manera, la presa se
transformaba a su vez en Brujitoca. Se ponía una careta y se reanudaba la
persecución. Al anochecer, cuando sobre las torres gigantescas del molino, en
un cielo todavía azul, brillaban las primeras estrellas, quedaba normalmente un
solo superviviente acosado por una horda de Brujitocas que proferían unos
alaridos siniestros. Los vecinos esperaban horrorizados este momento y nos
arrojaban, desde los balcones, patatas o zanahorias; las señoras de la limpieza
salían amenazadoras escoba en ristre, pero todo era en vano. Las Brujitocas no se
calmaban hasta que no capturaban a la última víctima, a algún crío que, al ver
el cariz de la broma, se asustaba de verdad. Si por la noche era terrorífico
darte de bruces con una Brujitoca enmascarada, qué decir de toda una banda. La última
presa era conducida hasta el portal más cercano y todos los demás hacían muecas
amenazadoras y fingían querer devorarlo, hasta que venían nuestras madres
indignadas y nos llevaban a casa.