Andrew
Price cerró la puerta de la casita blanca y bajó detrás de su hermano pequeño
por el empinado sendero del jardín, crujiente de escarcha, que conducía hasta
una fría cancela metálica que había en el seto y el camino que allí empezaba.
Ninguno de los dos se molestó en contemplar la vista que se extendía más abajo:
el diminuto pueblo de Pagford recogido en una hondonada entre tres colinas, una
de ellas coronada por las ruinas de una abadía del siglo XII. Un riachuelo
serpenteaba bordeando esa colina y pasaba por el pueblo, donde lo cruzaba un
puente de piedra que parecía de juguete. Para los hermanos, esa escena era tan
sosa como un telón de fondo sin relieve; Andrew detestaba que, en las raras
ocasiones en que la familia tenía invitados, su padre se atribuyera el mérito
de todo aquello, como si él mismo lo hubiera diseñado y construido. Hacía poco,
Andrew había llegado a la conclusión de que prefería un paisaje de asfalto,
ventanas rotas y graffiti; soñaba con Londres y con una vida de verdad.