Cada vez se me hace más difícil escribir con la continuidad que quisiera. Los deberes académicos en Notre Dame me tienen algo copado y resulta casi un lujo escribir para cuestiones que van más allá de las constantes evaluaciones. No me quejo, pues se trata de una experiencia sumamente enriquecedora, pero explico la situación a modo de disculpa con los lectores que me piden en persona o por escrito que escriba sobre algunos temas puntuales. No hacerse un tiempo, sin embargo, para escribir sobre la reciente elección del nuevo Papa sería un exceso imperdonable. Las líneas que siguen, entonces, constituyen el primer aporte de una breve serie de posts que quisiera dedicarle al nuevo pontífice. ¡Espero que sea una serie que en efecto se materialice!
Una de las razones por las que me he demorado en escribir es porque he estado leyendo mucho sobre el tema, sobre todo en la prensa especializada, pero también en algunos diarios de circulación masiva. Como sabe el lector cuidadoso, toma tiempo formarse una opinión frente a los nuevos acontecimientos y más aún si estos están cargados de una novedad intrínseca. La elección de Francisco I es sin duda un evento de este tipo. Su intrínseca novedad es la profunda sensibilidad que el Papa parece sentir por el mundo de los marginados e insignificantes, una sensibilidad que empieza ya a plagarse de gestos como aquel en el que inclinado hacia el mundo pide por nuestras oraciones.
Los gestos, como decía un amigo hace unos días, pueden quedarse solamente en eso y no hay que crearse ilusiones por su mera existencia. Hay que notar, no obstante, que su presencia irradia esperanza y sugiere que es posible, al menos parcialmente, respirar un nuevo aire. Cuando parece que la Iglesia Católica corre el riesgo de morir de asfixia, poder respirar la frescura que viene de la humildad sin duda entusiasma.
Hechos estos apuntes iniciales, permítanme ahora examinar brevemente las que considero son las dos notas fundamentales que caracterizan al cardenal Bergoglio y que, quizá, podrían ser también dos elementos centrales de su papado: su conservadurismo doctrinal y su nítida opción por el pobre.
Toda la información a la que he podido acceder indica que Bergoglio no ofrece muchas esperanzas en relación a profundos cambios doctrinales en el seno de la Iglesia Católica. Como Arzobispo de Buenos Aires fue un férreo opositor de las políticas liberales del gobierno de los Kirchner, particularmente en relación a la igualdad de derechos de las parejas homosexuales. Se sabe, pues, que se opone al matrimonio gay y a la adopción por parte de parejas del mismo sexo. Parece igualmente conservador respecto al rol de la mujer en la Iglesia, particularmente en lo que respecta a la ordenación de mujeres. Siendo ese el panorama, muchos se encuentran poco animados o, en todo caso, no esperan un giro progresista por parte del Papa. Las cosas, probablemente, quedarán como las dejaron Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Es la segunda nota de su trayectoria personal, sin embargo, la que ha llamado la atención de las mayorías y, sin duda, también la mía. El Papa Francisco parece ser un hombre genuinamente sencillo y cercano a los pobres. Es precisamente esa sencillez la que se convierte en señal de esperanza e, incluso, en un signo que ilumine su aparente conservadurismo doctrinal. Esto es crucial porque la cercanía al pobre, cuando es honesta, lo transforma todo. Lo que hemos visto a una semana de su pontificado no es algo menor, son signos ciertamente, pero signos que dan testimonio de algo más grande
Como indica claramente la Evangelii Nuntiandi (1975) el modo más profundo de evangelizar es aquel que brota del testimonio de vida. Vivir en un apartamento sencillo, vestir unos zapatos desgastados, usar el servicio público, llamar a su periodiquero para que no se preocupe más de llevarle el diario, todos estos son signos potentes que dan testimonio de una vida sencilla vivida de ese modo por el deseo de estar cerca, justamente, de los más sencillos, de aquellos que Dios ama con preferencia. Este, así todo lo indica, va a ser un pontificado marcado por signos de cercanía con el pobre, signos que se convierten en luz en medio de una Iglesia ensombrecida por tantos escándalos antiguos y recientes. Ya la renuncia de Benedicto XVI había supuesto para muchos de nosotros un signo de esperanza: un Papa viejo que dejaba el cargo en señal de desprendimiento, pero también como un llamado de atención respecto de las miserias de Roma y de la urgencia de nuevos vientos. Parece que el Espíritu respondió a las plegarias del Papa Ratzinger y nuevos vientos empiezan a soplar en Roma. Que Francisco I haya puesto en tela de juicio la continuidad de los miembros de la Curia y que vaya a llevar a cabo las celebraciones de Jueves Santo en una prisión para menores en Roma son solo dos signos distintos de lo que parece ser un solo quehacer: una relectura del papado desde la perspectiva de los pobres. Parece que el nuevo Papa tiene claro que muchas cosas deben cambiar y parece también que la fuerza de esos cambios provendrá de su cercanía con los que más sufren.
Quisiera hacer un comentario final que considero muy pertinente, sobre todo para aquellos que se sienten decepcionados por el conservadurismo doctrinal del Papa. Sin igualar a ambos, quisiera recordar aquí el caso de Monseñor Romero. Según cuenta Gutiérrez, Romero, antes de ser el mártir que todos conocemos, fue básicamente un obispo conservador. Un tipo de formación doctrinal estándar, sin mayores visos progresistas. Es más, ni siquiera explícitamente comprometido con la opción por el pobre. Romero, no obstante, era un buen hombre y un hombre de oración. Estos dos elementos y la brutalidad de la realidad que lo rodeaba cambiaron el corazón de Monseñor o, mejor dicho, desplegaron su bondad y su permanente oración volviéndolas un compromiso activo con los pobres, un compromiso que le costó, como a Jesús, la vida.
Es evidente que el caso de Bergoglio no es idéntico. Entre otras cosas, porque pesan sobre él, en el mejor de los casos, acusaciones sobre su gran timidez durante la dictadura militar argentina (aunque los protagonistas y otros actores relevantes han negado cualquier falta). Aun cuando Bergoglio fue siempre un hombre sensible por la situación de los pobres, todo indica que le faltaron la firmeza y el coraje que caracterizaron a Romero. A pesar de ello, hay algo que los hermana: la posibilidad de transformar el corazón a partir de su sensibilidad y de las exigencias de las circunstancias. La Iglesia espera mucho de Francisco y su ya probado compromiso con el pobre puede ser el camino para que muchas otras cosas cambien, incluso su eventual rigorismo doctrinal. Desde el pobre todo se ve diferente, pero todo se ve mucho más distinto cuando uno enfrenta este mundo que vivimos y sus múltiples desafíos (secularización, pluralismo religioso, bio-tecnología, guerras, etc.) desde el mundo de los marginados e insignificantes. Necesitamos una nueva hermenéutica eclesial, un esfuerzo que empezó el Papa Ratzinger pero en el cual tuvo poco éxito por su limitación en el enfoque. Hagamos oración para que la preocupación por el mundo del pobre marque profundamente la hermenéutica del papado de Francisco. Hagamos oración para que su opción preferente por los últimos de la historia ilumine el resto de su pontificado de un modo que transforme positivamente a la Iglesia de cara a los desafíos que el mundo de hoy plantea.