Había llegado precedido por la tristeza de la muerte del padre Roque, fallecido de viejito y penando una larga enfermedad; por la soledad que enmudeció las campanas de la iglesia casi dos meses a causa de la agonía de Roque y la tardanza de su nombramiento, y por la suspicacia que en la chusma del pueblo producía su estampa joven y atlética.
Lo vimos en la puerta de la iglesia en el mismo momento en que se paró frente al edificio con los brazos en jarra, contemplando lo que para ese entonces era un monumento al abandono, con paredes rajadas, flores resecas y velas consumidas; acaso un símbolo de la anarquía religiosa que ese lapso de orfandad espiritual había producido en Villa Garay, provincia de Buenos Aires.
Llevaba dos bolsos que dejó caer pesadamente, y vestía una sotana negra algo desteñida y arrugada por un viaje en tren desde la Capital Federal.
Nosotros, que en ese momento estábamos jugando un picado de fútbol en la plaza que daba al frente de la parroquia, fuimos descubriendo lentamente su presencia, hecho que motivó la detención del partido y generó una tensa espera coronada por el ruedo de la pelota hasta sus talones. Se dio media vuelta, nos regaló su eterna sonrisa, se levantó la sotana negra y le pegó de puntín… Nos había conquistado.
Todos nosotros éramos monaguillos porque nos encantaba hacer sonar las campanas tirando de la soga, porque a la mujer del intendente la "llenaba de gozo" ver a los chicos en la procesión de Pascua y porque era muy redituable "hacerse" del billete más grande que se recaudaba en la dádiva de la misa. Verdadero e inquebrantable código entre nosotros: un domingo cada uno, sólo un billete y a confesarlo en la semana a un cura sordo y senil que no entendía ni medio cuando intentábamos redimirnos con la ambigua frase acordada por todos: "Me quedé con un billete que no me pertenecía".
El padre Roque era oriundo del pueblo, y había sido cura por casi treinta años. Yo lo conocí bastante lúcido: de modales finos y prosa para adentro. Las misas de los últimos años eran patéticas: al viejito se le trababa la lengua, la mitad de la ceremonia la pronunciaba en algo parecido al latín, y apenas dos bancos de la nave principal de la iglesia estaban cubiertos por fieles. En la primera fila la familia de las autoridades políticas, y en la segunda las lloronas de los velorios, entre las que se encontraba mi tía y madrina: Luisa, soltera y muy respetada en el pueblo.
El padre Pancho, que se así se hacía llamar el nuevo cura, tenía como cometido, y vaya que lo logró, llevar el pueblo a la iglesia. De grande entendí lo que muchas veces predicaba en su sermón: "La iglesia es la gente…la iglesia somos todos…la iglesia debe permanecer siempre con las puertas abiertas".
La primera semana de su llegada se la pasó trabajando en el edificio de la parroquia. Temprano, a la mañana, cuando pasábamos para el colegio, lo vimos subido al techo removiendo tejas y ya para esa altura del día, aproximadamente las 7.30, había rasqueteado el frente y limpiado las flores y velas que conformaban esa especie de mausoleo pagano formado en los laterales de la iglesia.
En los días siguientes, pintó las paredes exteriores, cortó el pasto del terreno de al lado, podó los árboles, plantó flores. Arregló la vereda y los faroles del frente del edificio. Desempolvó y quitó toneladas de telarañas, baldeó y enceró de punta a punta la capilla.
Todo en una semana. Solo y su alma, y sin haber cruzado una sola palabra con nadie.
Para la misa del viernes la iglesia era un faro que iluminaba la esquina de Mitre y Saavedra, por cierto oscura desde que tengo memoria.
Tamaña transformación repercutió en asistencia a la ceremonia. A los feligreses de siempre se sumaron los que por curiosidad querían conocer al nuevo cura y los que no se perdían ni por casualidad cada evento social que ocurría en Villa Garay, que eran realmente pocos.
La ceremonia transcurrió, digamos, serenamente, con un sermón locuaz, atractivo, inteligente y sabio, muy sabio. A mí me tocó la campanilla y al Homero y al Caio, los hijos del carnicero, la recaudación de la dádiva.
Con semejante asistencia no era de extrañar que el Néstor reclamara algún dividendo de la recaudación, pues por un lado era el mayor del grupo y por el otro le había tocado en la última misa del padre Roque. La discusión que se armó en la sacristía fue tal, que el propio padre Pancho tuvo que intervenir, no sin percatarse de lo llamativo de la pelea.
Al finalizar la misa, el cura saludó a los feligreses y generó un anuncio que le traería algunos de los dolores de cabeza que se supo ganar. Resulta que cada uno de los bancos de la parroquia tenía una chapita de bronce, a modo de agradecimiento, para cada una de las familias que en su momento habían contribuido con la "obra de Dios". El padre Pancho comunicó que las iba a retirar, y que a modo de símbolo le entregaba a la esposa del intendente la que correspondía a su familia.
A don Fortunato Paredes, el intendente, se le atragantó el discurso que pensaba ofrecer y a los balbuceos del político en pos de darle las "cálidas palabras de bienvenida", lo conminó a que lo acompañara a visitar el hospital "para quienes las palabras, en muchos casos, curan más que los remedios". Anunció que había confesión al otro día, y partió en soledad para el nosocomio.
De nosotros se iba a ocupar en la confesión del sábado. Aunque la asistencia a la misa había variado en cantidad, la práctica de la confesión no había sufrido las modificaciones que este crecimiento implicaba. Estábamos los mismos de siempre. Los viejitos creyentes, las lloronas de los velorios y nosotros, los monaguillos.
Luego de confesar a los mayores nos tocó el turno a los chicos. Los primeros en ir a confesarse fueron por obligación el Caio y el Homero: los "afortunados" del crecimiento espiritual del pueblo.
Jamás me voy a olvidar de la escena. Supongo que el Caio, que fue primero, debe haber intentado superar el trance con la frase ambigua de "me quedé con un billete que no me pertenecía". Seguramente el padre le debe haber preguntado a qué se refería, situación que desembocó en el reto posterior.
El padre Pancho abrió el confesionario quebrantando el secreto que el ritual determina, y con voz severísima le espetó: "La próxima vez que hagas lo mismo te voy a dar una patada en el tujes que no te la vas a olvidar nunca". El terror se apoderó de todos nosotros, máxime si se considera que el Caio no tuvo mejor idea que decirle que no era él solo quien cometía el vergonzoso episodio, y que todos hacíamos lo mismo.
Nos reunió en el patio de la iglesia, nos leó el pasaje del Evangelio que narra cuando Jesús echó a los mercaderes del templo, y nos dio una penitencia colectiva: acompañarlo de a dos a llevar la palabra de Dios a aquellos que no podían (que incluía a los que no querían) acceder a ella durante un año. Así asistimos a leerles cuentos a los viejitos del asilo. Así nos disfrazamos para visitar a los chicos que estaban en el hospital y representar las monerías que él mismo inventaba.
A mí me tocó en suerte acompañarlo en dos paradas bien difíciles: con los que jugaban a las bochas -un núcleo de veteranos anarquistas más ateos que una vaca- y con los vagos que jugaban al tute por plata en el club Sol de Mayo. A los primeros les discutió por horas, con la Doctrina Social de la Iglesia en la mano, las teorías de la revolución. Sin ponerse de acuerdo, por supuesto, aunque ganándose un respeto intelectual verdadero. Con los del club, la cosa fue un poco más divertida, sobre todo para mí. Fue allí donde se presentó como: Francisco Palomo Giambattista, cura, dándole la mano a cada uno de los participantes de la mesa.
Los sacó del partido ligando un tute en la última vuelta, una apuesta que no cumplieron para vergüenza de ellos mismos, buscar trabajo y asistir a misa. La calentura que tenían los vagos de la mesa cuando nos íbamos se resume en la provocación que el Coco, vago y peleador, le soltó al padre Pancho: "¿Cómo era su nombre, padre? ¿Palomo?.. Lindo nombre, pero para mujer…"
El cura lo miró fijamente y yo pensé que se armaba una pelea. "Para usted, padre Pancho, mi amigo, a ver si se enoja y no me deja ganar más…", le respondió. Y nos fuimos caminando lentamente.
Cuando volvíamos para la iglesia le pregunté si no había tenido miedo, y para qué gastar pólvora en chimangos. A lo que me contestó: "Por supuesto que tuve miedo, lo que pasa es que me encanta jugar al tute… En serio te digo". No le creí.
Yo había aprendido una lección inolvidable: la fuerza de la palabra y la valentía que da la convicción. Fue con esos valores que se mantuvo al frente de la iglesia del pueblo durante el año que estuvo con nosotros. Fue con esos valores que llenó la iglesia de fieles. Fue con la credibilidad de la palabra que transformó su sermón en una tribuna de justos reclamos, que la gente apoyaba.
Hasta que se tuvo que ir una mañana de marzo con destino al Amazonas. Estaba contentísimo. Era el lugar de predicación que siempre había soñado, y como pasa con las cosas del espíritu, lo que para algunos es un castigo, para otros es un premio.
Lo acompañamos a tomar el tren, nos saludó uno por uno y nos dio la última lección: "Acuérdense que Dios ha de venir a juzgar a los vivos y a…los zonzos".
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