El Aprendiz no sabe leer ni escribir pero va percibiendo a lo largo de su vida en la Orden (bonus vir semper tiro) que está llamado a la lectura. A la lectura de textos masónicos, ciertamente, pero, sobre todo, a la lectura inteligente de cuanto se ha escrito desde la Antigüedad en la dirección del Saber y del Admirar, es decir, al servicio de la búsqueda del conocimiento y de la belleza.
El Arte del Francmasón no se encierra entre cuatro paredes, sino que se abre al mundo que le rodea; no se halla constreñido por un Libro, aunque el Libro pueda servirle como cauce hacia todos los libros; y, de alguna forma hace suyo el lema de la antigua y secular Royal Society, claustro materno de la Francmasonería especulativa, alrededor de Isaac Newton, nullius in verba, que es una sint ética proclamación de la libertad de la Ciencia y de la desobediencia ante cualquier autoridad dogmática, aun la de quien pretenda ser el Maestro. Los Francmasones desaconsejamos adoptar esta actitud, al manifestar rotundamente que todos los apriorismos están destinados a ser destruidos y que comete un grave error quien pretenda hallar todas las respuestas de un solo enunciado del problema. El mismo error en que incurriría una sociedad que pretendiera imponer respuestas definitivas a todas las cuestiones. El Francmasón debe huir de la perennidad que no sea una manifestación de vida. Durar en un sistema de existencia que hubiera excluido la sorpresa, la fantasía o lo imprevisible sería el horror absoluto. Contra este horror la Francmasonería se comporta como un río que no avanza en línea recta sino que lo hace a través de la sinuosidad de sus meandros y que no se alimenta de una sola fuente sino de varias, de distinta intensidad y calidad.
El Arte del Francmasón es, pues, el camino interminable desde el Caos hasta el Orden, el combate por la transformación del pesimismo en optimismo y la utilización de los símbolos como herramientas al servicio del pensamiento libre, de tal manera que una cierta intuición sobre la posibilidad de la coherencia en el caos permite ensayar el cumplimiento de la misión de reunir lo que está disperso.
El conocimiento de la esencia de la Francmasonería conviene que no pierda de vista el aprendizaje, siempre incompleto, del espíritu de geometría, aquél que se desprendía de la proposición de Karl Popper, según la cual la lógica del descubrimiento científico exige que cualquier proposición sea refutable. Las falsas ciencias, sorprendentemente en boga en el inicio del siglo XXI, tratan de imponer visiones generales del mundo, cosmovisiones cerradas, donde se vende el remedio de todos los males - l'elisir d'amore de Gaetano Donizetti sobre un libreto de Felice Romani nacido de Le phitre de Eugène Scribe, ópera estrenada en Milán el 12 de mayo de 1832-, consistente en la aceptación incondicional de algunas afirmaciones presentadas como dogmas y transmitidas ordinariamente por charlatanes, como el arquetipo de Dulcamara, el vendedor de productos milagrosos.
Muy al contrario, resulta pacífica la teoría de que la Francmasonería ha ejercido y aún ejerce como una escuela de formación de ciudadanos: en las logias el francmasón aprende a ejercer el derecho de sufragio, a exponer sus ideas mediante discursos medidos bajo el deseo de que convenzan sin herir, a respetar las diferencias y a aprender de ellas, a actuar conforme a sus ideas en un marco constitucional sometido a la Ley de la mayoría y no a la imposición del príncipe, a reconocer la equidignidad de la mujer en la vida privada y en la vida pública y a rechazar cualquier ideología que no respete al ser humano libre como eje sagrado de la construcción de la vida colectiva. No hay ninguna logia en el mundo digna de tal nombre que no realice los esfuerzos necesarios para que sus miembros compartan, practiquen y difundan los elementos recién citados como irrenunciable aspiración al mantenimiento y desarrollo de una sociedad buena.
En el terreno de la Ética, que es el propio de la Francmasonería, precisamente por su búsqueda del espíritu de geometría, nos interrogamos sobre nuestra conformidad con nosotros mismos, mediante el desbastamiento de la piedra bruta, un imperativo, y huimos de cualquier idea de culpabilidad, porque la culpabilidad es siempre el resultado del enjuiciamiento de otro. La Ética humanista -que es la misma moral científica que defendía desde la cárcel Francisco Ferrer Guardia- rechaza que el juez de nuestra conducta sea otro que el propio actor. Así, el Francmasón se esfuerza por desaprender el hábito de ser juzgado para aprender a juzgarse a sí mismo. Este empeño, en cierto sentido inalcanzable, nos conduce a transitar permanentemente por la búsqueda del conocimiento que nos permita a cada uno de nosotros substituir al juez exterior. Nuestro devenir hacia lo que somos parte del esfuerzo por dejar de permitir que otros nos juzguen, lo que abre, en mi opinión, sencillamente, la puerta al ejercicio más crucial del ser humano tras la Reforma y, sobre todo, tras la Ilustración, el libre examen.
Me parece especialmente relevante la advertencia que conduce hacia la negativa a ser juzgado, porque, precisamente, las nuevas cosmogonías, como las nacidas de las llamadas constelaciones familiares de Bert Hellinger, por poner un ejemplo, recuperan el vigor de la heteronomía moral como instrumento de dominación. Volviendo a l'elisir d'amore, los Dulcamaras de la postmodernidad hablan, exclusivamente, en clave de imposición, reparten órdenes a diestro y siniestro sobre lo que los otros deben hacer y concitan adhesiones de cuantos ingenuos Nemorinos caen en sus garras. Que muchos de estos Nemorinos pertenezcan hoy al mundo de los directivos empresariales o de las profesiones liberales es la combinación entre el vacío generado por la envidia pecuniae llevada al extremo y la voracidad recaudatoria de los Dulcamaras reciclados.
La Ética masónica se halla tan alejada de un código de prohibiciones como del grito nihilista de "¡todo está permitido!". Ya en la leyenda de Adán y Eva se hallaba un anhelo nobilísimo de amor al saber (al comer del árbol de la ciencia) que siguió, no por casualidad, al non serviam de Jeremías, II, 20. El hombre quiere ser dios para ser verdaderamente hombre y no esclavo. Y cuando deviene humano, halla en el interior de sí mismo el sentido del deber.
Fuente: masoneriaespañola.com