Revista Cultura y Ocio
Frankenstein (danny boyle, 2011)
Publicado el 16 diciembre 2014 por Jorge Bertran Garcia @JorgeABertranCada generación debería tener su Frankenstein. La novela de Mary Wollstonecraft, publicada en 1818, ha sido llevada al cine -o al teatro- en incontables ocasiones. Sigue siendo la más conocida, por el icónico maquillaje de la criatura -obra de Jack Pierce- la versión de 1931, dirigida por James Whale y protagonizada por Boris Karloff.
Aquel monstruo, en blanco y negro, hijo del expresionismo alemán, representaba el miedo al otro que venía de fuera: todos los monstruos de la Universal eran centroeuropeos. Casi no hablaba y por eso Bela Lugosi rechazó el papel, en una decisión que luego lamentaría.
En 1957, Hammer Pictures estrenaba La maldición de Frankenstein. Dirigida por Terence Fisher y con guión de Jimmy Sangster, la película se olvidaba de la criatura -interpretada por Christopher Lee- y le daba todo el protagonismo a un barón Frankenstein con los rasgos de Peter Cushing. El científico representaba un elemento subversivo en la encorsetada sociedad victoriana. El personaje sería desarrollado posteriormente en seis películas de gran interés.
Pero además de las adaptaciones más o menos literales, la novela de Mary Shelley llevó al escritor Isaac Asimov a acuñar el término "complejo de Frankenstein", una especie de argumento arquetípico de la ciencia ficción que representa el miedo a la máquina que se vuelva contra su creador. Ejemplos de esto son fáciles de encontrar en HAL 9000, el superordenador asesino de 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968); en los replicantes existencialistas de Blade Runner (Ridley Scott, 1984); o en la rebelión de las máquinas de The Terminator (James Cameron, 1984).Sin detenernos en la parodia magistral que es El jovencito Frankenstein (Mel Brooks, 1974) o el ejercicio de ciencia metaficción de Roger Corman, Frankenstein Unbound (1990), hay que ir hasta 1994 para encontrar la siguiente adaptación "relevante": el Frankenstein de Mary Shelley de Kenneth Branagh, cuya principal virtud es su fidelidad al texto original. La última aportación al mito, que no he llegado a ver por desconfianza, es I, Frankenstein (Stuart Bettie, 2014) una mezcla de horror, ciencia ficción y sobre todo acción en la línea de la saga Underworld (Len Wiseman, 2003).Es esa ausencia de nuevas aproximaciones a Frankenstein la que ha despertado en mí el interés por la adaptación teatral que ha dirigido Danny Boyle (Trainspotting (1996), 28 días después (2002) y Slumdog Millionaire (2008). Este montaje del Royal National Theatre de Londres, escrito por Nick Dear, apuesta por contar la historia desde el punto de vista de la criatura. Por ello, la obra comienza literalmente con un parto -entre el steampunk y la nueva carne- en el que presenciamos, asombrados, cómo el monstruo interpretado por un entregado Benedict Cumberbatch -Sherlock (2010)- aprende a caminar y a comunicarse con su entorno. El recién nacido comenzará a experimentar un acelerado aprendizaje vital que le enfrentará a un mundo hostil que no será capaz de comprenderle. Sus encuentros con su creador, con el barón Frankenstein al que da vida Jonny Lee Miller -Elementary (2012)- son similares a las plegarias que alguna vez, en momentos de desesperación, elevamos a Dios: solo recibiremos indiferencia. Si el monstruo clásico de Boris Karloff se comunicaba con gruñidos -y en La novia de Frankenstein (James Whale, 1935) alcanzaba un limitadísimo vocabulario- la criatura de esta versión suelta largos y apasionados discursos -fieles a la novela- en los que maldice el accidente de haber nacido y la insoportable soledad de su existencia.