Edición:Austral, 2013 (trad. María Campuzano)Páginas:240ISBN:9788432215490Precio:7,95 €Leído en la edición en catalán de Empúries, 2009 (trad. Jordi Martín Lloret).
Esta entrada forma parte del proyecto #AdoptaUnaAutora, que tiene como objetivo dar a conocer la vida y obra de escritoras de cualquier época, nacionalidad y género. Este blog participa con la «adopción» de Carson McCullers: empezó en enero con la reseña de La balada del café triste, y continúa ahora con esta. En los próximos meses, más.***«Ella hasta entonces había vivido como un insecto, un insecto que no sabe más que de la hoja de la que está colgado», escribe Natalia Ginzburg (1916-1991) en Todos nuestros ayeres (1952). Esta comparación de la muchacha inexperta con un insecto también puede aplicarse, a su manera, a la protagonista de Frankie y la boda (1946), una excelente novela de la sureña Carson McCullers(1917-1967), si bien esta última, más que centrarse en las carencias de la educación sentimental de las mujeres, explora el vacío existencial (universal, hasta cierto punto) de una adolescente solitaria que busca su sitio en un entorno que le resulta hostil. La joven Frankie, en efecto, no ha salido nunca de su pueblo del sur de Estados Unidos, del estrecho círculo íntimo que conforman sus allegados. Antes no le importaba, o, mejor dicho, ni siquiera reparaba en ello. No obstante, a sus doce años, ha entrado en una etapa de descubrimiento del mundo de los adultos con la mirada renovada de la pubertad («las cosas inesperadas no la sorprendían, solo aquello que le resultaba familiar y conocido desde hacía tiempo le provocaba una estupefacción extraña», p. 62), una mirada rebosante de atrevimiento en su exceso de ingenuidad, que en el fondo no oculta otra cosa que miedos y fragilidad.La historia se desarrolla un verano durante la Segunda Guerra Mundial (la contienda solo es el telón de fondo), la época de aprendizaje por excelencia; muchas novelas coming-of-age se desarrollan en esta estación. En el caso de Frankie, no porque se marche a un lugar desconocido, sino, simplemente, porque las horas muertas en la cocina le dejan demasiado tiempo libre para pensar. Y su pensamiento, ese verano de sus doce años, gira en torno a la búsqueda de pertenencia: desde las primeras líneas se nos informa de que «hacía mucho tiempo que Frankie no formaba parte de nada», una idea que se repite a lo largo del libro. Las antiguas amigas la han apartado, y no tiene más afición que escribir obras de teatro. En una edad en la que el grupo de pares resulta básico para construir su identidad, Frankie se siente sola, muy sola, y cae en la trampa de creerse la única solitaria, de creer que afuera, para los demás, la vida resulta apasionante («Todo el mundo tenía a alguien para decir nosotros, todo el mundo menos ella», p. 54). A partir de aquí, sus sueños se centran en tratar de escapar a ese escenario ideal de sus imaginaciones. La noticia del matrimonio inminente de su hermano será el desencadenante: se convence a sí misma de que forma parte del núcleo que constituyen su hermano y la novia, de que después de la ceremonia se marchará con ellos. El título original, The Member of the Wedding, es muy expresivo: la chica «que no formaba parte de nada» está decidida a convertirse en «miembro» de la boda.En realidad, Frankie no está sola: conforma un peculiar trío de inadaptados con Berenice, una criada negra que ha conocido tiempos mejores, lo más cercano a una figura maternal para Frankie; y su primo John Henry, un niño de seis años. Es huérfana de madre; y el padre, relojero (como el de la propia Carson McCullers: sus novelas tienen una base autobiográfica), apenas interviene al pasarse el día trabajando, fuera de casa. Como en La balada del café triste(1951), la autora vertebra la acción en un triángulo de personajes, todos ellos marginados a su manera, aunque en esta ocasión no se trata de un triángulo romántico sino afectivo, en el sentido de la calidez familiar. Frankie, la adolescente alejada de sus semejantes que, en su rebelión juvenil, no valora a quienes tiene cerca y solo piensa en sí misma, en sus ensoñaciones; Berenice, la criada que, además del sufrimiento por ser negra en la sociedad estadounidense de los años cuarenta, perdió a quien más amaba («Todo el mundo está atrapado de una forma u otra. Pero los límites que han trazado alrededor de la gente de color son dobles», p. 142); y John Henry, tan pequeño todavía, que se pasa el día pegado a Frankie, como una sombra invisible, que intenta llamar su atención mientras ella lo ignora. Tres personajes, en fin, excelentes. A propósito, Frankie es una especie de versión púber de la señorita Amelia de La balada del café triste: una muchacha alta, con el pelo corto y aspecto «masculino», de modales toscos y carácter huraño, rasgos que dificultan aún más su integración en el club de chicas del vecindario.Es una paradoja atroz que Frankie vuelque su ilusión de pertenecer a algo en nada menos que una pareja de recién casados que se va de la localidad para ir a su aire; la insurrección adolescente convive con la inocencia abismal de quien se pone una venda en los ojos. La mayor parte de la novela transcurre durante los días previos a la boda, es decir, gira alrededor de los planes que hace Frankie cuando su sueño aún no se ha derrumbado. Las tres partes del libro, narradas en tercera persona, muestran la evolución de la protagonista, su iniciación a la vida adulta, con sutileza y atención a detalles como la ropa o el nombre, que adquieren una dimensión simbólica. En la primera parte, tiene el aspecto que se ha descrito, se la llama Frankie y apenas sale del espacio reducido de la cocina, donde charla con Berenice y John Henry; la Frankie niña bruta recluida en el hogar, podríamos decir. En la segunda, comienza su transformación en esa chica que aspira a ser: se viste con sus mejores galas un día cualquiera, se hace llamar F. Jasmine (para compartir iniciales con el hermano y su pareja)y se pasea por el pueblo con aires de grandeza, un pueblo en el que (casi) todos la conocen, si bien esta vez ella se relaciona de otra manera, haciéndose la interesante. Por último, al final se convierte en Frances: recupera su nombre, pero sin el apodo infantil.El pueblo sureño inhóspito es otro motivo recurrente en la obra de Carson McCullers que ejerce un papel relevante en el aprendizaje de la protagonista. Como en La balada del café triste, se presenta como un territorio embrutecido, de viejos conocidos pero no por fuerza bien avenidos (basta fijarse en la segregación racial o en el rechazo de Frankie por parte de las otras muchachas), un entorno del que Frankie quiere huir. En gran medida, este deseo, esta percepción peyorativa de la localidad, se fundamenta en las imaginaciones de Frankie, en el desprecio por lo conocido propio de esta etapa. Con todo, los acontecimientos demuestran que la amenaza existe, que este ambiente tiene un espacio simbólico oscuro, una realidad cruda, peligrosa para los más indefensos (no solo Frankie: la criada, que en un momento determinado cuenta su historia, ha padecido lo suyo). No todo es la boda: estos días Frankie vive otra experiencia trascendental, que, de nuevo, tiene su paralelismo con La balada del café triste. Hablando del malestar con el entorno, la autora acabó dejando su tierra natal, en Georgia, para instalarse en Nueva York, donde se relacionó con los intelectuales de la época.
Carson McCullers
Ámbito pequeño, realidad compleja. Esa podría ser la máxima de Carson McCullers, a quien se asoció a menudo con sus coetáneos Tennessee Williams, Katherine Anne Porter, William Faulkner y Eudora Welty, entre otros. Frankie y la boda se desarrolla en el tiempo pequeño de tres días, en el espacio pequeño de un pueblo, de una cocina, en las relaciones pequeñas de una muchacha, una criada y un niño, en el tema pequeño de una adolescente solitaria que emprende sin darse cuenta el camino tortuoso de hacerse adulta. Y, aun así, este reducido entramado, este ambiente doméstico, monótono, comprende una rica y fascinante vida interior. Carson McCullers, como la citada Natalia Ginzburg, posee una capacidad de observación extraordinaria para construir un relato a partir de la nada cotidiana, para expandir lo imperceptible, lo minúsculo, hasta convertirlo en una obra de múltiples capas que nos atañe a todos. La narración, precisa, sutil, incisiva, de una delicadeza que contrasta con la aspereza del lugar, revela poco a poco esa transformación progresiva de la protagonista. En suma: otra espléndida novela de una de las grandes escritoras del siglo XX.Imágenes de la película homónima de 1952, basada en la obra y dirigida por Fred Zinnemann.