Ya estuve en un tris de comprar este libro el año pasado, cuando se editó en septiembre, pero como de Kafka lo tengo todo o casi todo, lo fui aplazando hasta el pasado jueves en que finalmente me decidí. No me arrepiento en absoluto. El fogonero, primer capítulo de América, es un texto genial, kafkiano a más no poder: incluso su final, que a simplemente parece feliz, no lo es. Solo una pega, por poner una. La historia está ilustrada por Max, pero a mí no me convence el careto de Karl, creo que aparenta más años (en la versión de Max) que los 17 que realmente tiene. Pero las ilustraciones, por otro lado, son muy chulas.
Pero ellos continuaron y llegaron hasta una puerta que tenía arriba un pequeño frontispicio sostenido por pequeñas carátides de oro. El conjunto guardaba una apariencia demasiado lujosa como para tratarse de un barco. Karl se percató de que no había pisado aquella zona durante todo el viaje, seguramente porque estaría reservada a los pasajeros de primera y segunda clase, sin embargo ahora habían abierto las puertas para la limpieza general. De hecho, por el camino se habían cruzado con varios hombres que llevaban escobas al hombro y que habían saludado al fogonero. A Karl le sorprendió toda aquella actividad de la que apenas si había tenido noticia en la entrecubierta. A lo largo de los pasillos colgaban los cables de las conducciones eléctricas y todo el rato se oía el repicar de una campanilla.
Pero Karl no albergaba ningún sentimiento hacia la muchacha. En el espesor de un pasado que veía alejarse cada vez más podía imaginarla sentada en la cocina con el codo apoyado en la tapa de la alacena; ella se quedaba mirándolo cuando iba a la cocina, a por un vaso de agua o a cumplir cualquier encargo de su madre. Algunas veces veía que escribía una carta en esa misma complicada postura junto a la alacena, mientras lo miraba buscando inspiración en su rostro. Otras veces se cubría los ojos con la mano, y entonces no se la podía saludar. Otras estaba dentro del cuartito que tenía al lado de la cocina y se arrodillaba delante de una cruz de modo que al pasar Karl la miraba con timidez por la rendija de la puerta. Otras cerraba la puerta de la cocina cuando Karl entraba y sujetaba el pomo con la mano hasta que él le pedía que lo dejara ir. Otras daba una vuelta por la cocina y cuando Karl se cruzaba en su camino daba un salto dentro del cuarto riéndose como una bruja. Otras era ella quien iba a por algo que él ni siquiera estaba buscando y sin cruzar una palabra se lo ponía en las manos. Pero un día inesperadamente dijo "Karl" y, antes que a él le diera tiempo a salir de su asombro, ya lo había conducido entre muecas y gemidos dentro de su cuartito y había echado la llave.
Franz Kafka. El fogonero. Nórdica Libros, 2ª edición, noviembre de 2013. De la traducción: Juan Andrés García Román. De las ilustraciones: Max.