En el verano de 1911, dos amigos que pasaban juntos unas vacaciones de varias semanas recorriendo Suiza y el norte de Italia se percataron de que las guías de viaje Baedeker, aunque indudablemente útiles, carecían de mucha información detallada y provechosa sobre las particularidades de los lugares que permitieran a los cada vez más frecuentes viajeros estar al corriente de numerosos aspectos prácticos y, con ello, arreglárselas de un modo más económico y eficiente. Una guía que cumpliera tales requisitos, y que fuera editada en diversos idiomas, depararía seguramente pingües beneficios a los autores de la empresa. Entusiasmados, los dos imaginativos jóvenes departieron largamente sobre la idea, cuya realización les permitiría liberarse del latoso trabajo de oficina que ambos desempeñaban. No obstante, aunque al cabo de varios meses uno de ellos presentó el proyecto a un editor, la cosa acabaría quedándose en agua de borrajas, en parte debido a que detalles decisivos que habrían podido llevar a Ernst Rowohlt a convencerse de la oportunidad de la publicación no fueron revelados por el temor de los dos amigos a que alguien les arrebatara su magnífica idea. Nunca sabremos cuáles habrían sido las consecuencias, para la historia de la literatura moderna, si el proyecto hubiera cuajado y los aún veinteañeros Max Brod y Franz Kafka se hubiesen convertido en millonarios.
I
El empeño por comprender la vida de otro podría ser displicentemente desdeñado, también en el caso de Kafka, como una tarea desaforada, y aun como una muestra de superflua ingenuidad, si no fuera porque cabe detectar en tal afán un ataque a la línea de flotación de ese extendido cliché según el cual la obra del praguense pertenece, en última instancia, al neblinoso ámbito de lo enigmático y lo inescrutable. Arrojar luz sobre el autor de una obra presentada demasiado a menudo como una zona de sombra es una actividad que alberga potencialmente, por tanto, una indudable carga crítica.
Esa capacidad de iluminación que posee toda biografía efectuada con inteligencia, conocimiento, cuidado y sensibilidad era ya perceptible en los dos volúmenes que Reiner Stach había dedicado anteriormente a la vida de Franz Kafka, como señalamos en su momento en esta misma sección de Revista de Libros. Comprensiblemente, en el tercero tal capacidad se ve potenciada: el último volumen de la serie –cronológicamente, el primero – está dedicado a la vida de Kafka desde su nacimiento el 3 de julio de 1883 hasta 1911.
En este tercer volumen –que en nada va a la zaga de los anteriores y que será publicado en España por la editorial Acantilado, con traducción de Carlos Fortea–, el lector encontrará abundante material sobre el contexto histórico, sus antecedentes familiares, la época de sus estudios, las incitaciones intelectuales recibidas en diversas asociaciones y círculos de su ciudad natal (como el salón de Berta Fanta o la Halle, el círculo universitario liberal de estudiantes alemanes de Praga), su fugaz tránsito por la Química y la Germanística, sus estudios de Derecho, su primer trabajo en Assicurazioni Generali y sus primeros pasos en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia. A ello han de añadirse sus encuentros con Martin Buber o Rudolf Steiner, sus primeros intentos literarios, sus viajes por Europa central, sus estancias en sanatorios y balnearios, sus amoríos y su experiencia en burdeles, o sus aficiones, como la natación, frecuentar cafés o su interés por el incipiente cine.
Asistimos, pues, en el volumen que culmina la labor biográfica efectuada por Stach, al intento de esclarecer la génesis del autor y de su modo particular de mirar el mundo y de narrarlo. El libro se detiene, en efecto, poco antes de que Kafka alcanzase la treintena, en los umbrales de su genuina eclosión como escritor.
II
Franz Kafka nació y creció en un mundo –el del imperio austrohúngaro, en el tránsito del siglo XIX al XX– en el que convivían varias identidades nacionales, étnicas, religiosas y lingüísticas. Esto significa que nuestro autor vivió en un ámbito social y culturalmente complejo. Pero hay otro sentido, aún más concreto, en el que el escritor se percibió a sí mismo como una encrucijada de influencias muy diferenciadas. El escritor era hijo de Hermann Kafka y de Julie Löwy. Hermann, proveniente de una modesta familia de provincias –su padre había sido carnicero en una aldea– fue un hombre rudo, hecho a sí mismo, que hubo de trabajar muy duramente ya desde niño para ascender en la escala social y llegar a obtener un negocio propio, bienestar y respetabilidad en el mismísimo centro de la ciudad de Praga. La rama materna, los Löwy, presenta personajes psicológica y socialmente más complejos. El bisabuelo materno de Kafka había sido rabino y los libros cubrían las paredes de su hogar. El mayor de los tíos maternos de Kafka, Alfred, fue apoderado de un banco en París, y más tarde director de una compañía ferroviaria española; en la familia se lo conocía como «el tío de Madrid». Otro tío materno, Siegfried, fue médico rural. Y otro, Joseph, desarrolló una extraordinaria carrera que lo llevó a varios continentes: tomó parte en el proyecto inicial del canal de Panamá, fue agente comercial en el Congo belga, apoderado de un banco en China y director de una agencia de inversiones en Canadá.
Franz era consciente de estas diferencias genéricas entre las ramas familiares de las que procedía: la vida comparativamente más lineal, previsible y pragmática de los Kafka, centrada en la obtención de un estatus social en la burguesía mediante una vida de trabajo a destajo y convenientes alianzas matrimoniales, y la existencia más original, inquieta y aventurera de sus tíos maternos, varios de los cuales permanecieron solteros. Por supuesto, esta no es más que una generalización que tiene sus excepciones –entre las que se encuentra la propia madre del escritor–, pero Franz se atuvo obstinadamente a ella, contribuyendo así a la creación de un mito privado con el cual defender la conciencia de su particularidad.
Stach habría podido haber llamado la atención sobre el hecho de que la idea de constituir un tipo sui generis, una mezcla de identidades diferenciadas, parece haberse reflejado en algunos relatos de Kafka que tratan de seres híbridos, difícilmente aprehensibles en categorías conocidas. Un ejemplo de estos relatos es el titulado «Un cruzamiento», que se refiere a un animal singular («mitad gatito, mitad cordero») que, sin embargo, no es capaz de identificarse con corderos ni con gatos, y que el narrador dice tener como una herencia paterna. Aunque un relato como este, sobre una criatura inexistente e imposible, suscitará seguramente a muchos lectores la tentación de retornar a los clichés habituales del absurdo y lo enigmático, puede plausiblemente ser leído como una historia autorreferencial; en efecto, como una transposición literaria del sentimiento del propio Kafka de ser el resultado de dos familias, pero también de dos naturalezas sensiblemente diferentes y, por ello, apenas conciliables, el relato comienza a adquirir sentido.
III
Esta experiencia de la propia idiosincrasia invita a considerar otro aspecto. Una de las señas de identidad de muchas situaciones experimentadas por los protagonistas de Kafka es la sensación de que el mundo no es un lugar hospitalario y confortablemente caldeado. Por supuesto, esta no es una experiencia infrecuente, pero se agudiza en quienes tienden a enfatizar su idiosincrasia y, por tanto, se exponen más fácilmente a sentirse aislados e incluso desvalidos. En el caso de Kafka, la sensación de desamparo puede ser reconducida a una experiencia infantil que lo marcó profundamente, pues él mismo la rememora en 1919, en un escrito conocido como Carta al padre. En él, el escritor recuerda la poderosa impresión que le causó el hecho de que en una ocasión, cuando de niño lloró de noche pidiendo agua, fue sacado de la cama por su padre, llevado a una galería (Pawlatsche) y dejado allí solo, ante la puerta cerrada. Esta experiencia del niño pequeño que en la oscuridad de la noche y apenas vestido se halla de pie ante la puerta cerrada de la habitación de sus padres –por la que, ciertamente, no pocas criaturas habrán pasado– dejó en Kafka una poderosa huella interior, hasta el punto de ser considerada a menudo una de las escenas clave de su biografía psíquica. Pues bien, esta vivencia parece haber constituido el punto de partida de numerosos relatos del escritor, en los cuales se describe una situación en la que el protagonista es arrancado de la seguridad cotidiana –de la cama, del lugar de intimidad y reposo– para ser expuesto a una situación inhóspita de incertidumbre y zozobra. Este es, por ejemplo, el episodio inicial de la novela El proceso. Además, la tesitura de hallarse ante una puerta de la que se ignora si va o no a abrirse, y con qué consecuencias, se reitera en diversos relatos, como en el celebérrimo «Ante la ley», contenido en El proceso pero publicado como relato independiente por Kafka.
Fijémonos en que no nos las vemos con una vivencia de brutalidad: no se trata tanto de violencia física como psicológica. De hecho, aunque Hermann Kafka hizo uso con frecuencia de las amenazas, los insultos y los gritos, no fue un padre recordado por el maltrato físico, al que, de hecho, apenas parece haber recurrido. Se trata aquí, más bien, de la impresión causada por una figura cuya presencia corporalmente abrumadora –Hermann Kafka era un tipo corpulento, mientras que su hijo convivió siempre difícilmente con su extrema delgadez– hacía inútil cualquier conato de resistencia y se trata, sobre todo, del carácter impredecible de su reacción. El hecho de que, en el episodio señalado, el niño no sepa por qué se le trata así, cuándo puede ser arrancado de la cama y cómo acabará todo eso contribuye a iluminar inmediatamente algunos de los motivos y tópicos fundamentales del mundo literario de Kafka, a saber, el carácter arbitrario y caprichoso de las instancias de poder, y el miedo, la soledad y el desvalimiento a que se enfrentan con tanta frecuencia los protagonistas de sus obras.
Estas experiencias, por supuesto, no agotan en modo alguno las que tuvo Kafka. De hecho, que existen también tipos de autoridad que son conciliables con una actitud del todo diferente y con un rostro cabalmente más humano lo experimentó el futuro escritor por primera vez en el ámbito de la escuela. Pero como la hipoteca psíquica ya había empezado a cobrarse mucho tiempo atrás, estas experiencias reconfortantes, aunque no estuvieron ausentes, parecen haber llegado demasiado tarde.
IV
Hay un ulterior aspecto en la infancia de Kafka, señalado por Stach, que podría haber condicionado otra de las características de sus historias. Un rasgo de estas es, en efecto, una subyacente desconfianza con respecto a la solidez de las relaciones humanas. El mundo en que viven sus personajes es uno en el que toda persona con la que el protagonista mantiene una relación de cercanía o de afecto puede desaparecer repentinamente y para siempre, un universo en el que toda calidez es transitoria y provisional. En La condena se nos habla de la prometida de Georg Bendemann y de un amigo, pero estos jamás hacen acto de presencia. En La transformación, se dice que en el pasado Gregor Samsa tuvo alguna relación con mujeres, pero que fueron fugaces. Los protagonistas de las novelas están solos, y las relaciones humanas en que se vislumbra una cercanía y una conexión real pronto encuentran su fin. Esto puede considerarse sólo hasta cierto punto el reflejo de la experiencia vital de Kafka, pues aunque las relaciones que este mantuvo con las mujeres –excepto con Dora Dymant al final de su vida– fueron más bien tormentosas, el escritor tuvo excelentes amistades, las más importantes de las cuales le duraron toda la vida.
Así pues, esa sensación de transitoriedad parece remontarse a experiencias fundamentales de su infancia. Pero, ¿cuáles son estas? Por una parte, el propio escritor recuerda que las figuras de sus padres, de las que habría podido obtener seguridad y calor, en lugar de encontrarse en el hogar, estaban casi siempre en el negocio, lo que dejaba al niño en manos de figuras a menudo cambiantes de amas de llaves, cuidadoras y cocineras. Por otra parte, antes de que sus tres hermanas nacieran en 1889, 1890 y 1892 –cuando comenzó la serie de alumbramientos, él tenía ya seis años–, Julie Löwy tuvo otros dos hijos varones, los cuales, sin embargo, murieron pronto: Georg a los quince meses, de viruela; Heinrich a los siete, de una infección. Así pues, ya desde muy pequeño Kafka experimentó, y por partida doble, la separación y la pérdida –y el carácter incomprensible de la pérdida–. Es difícil que estas vivencias no hayan marcado profundamente su modo de sentir y de pensar.
Esta incertidumbre, así como la desconfianza hacia la estabilidad de las relaciones humanas y ante el mundo en que se producen, no haría sino confirmarse a través de otras experiencias de su primera adolescencia y juventud. Más allá del hecho de que el puente de Carlos, que había aguantado cinco siglos impertérrito, se derrumbara parcialmente ante una crecida cuando Kafka tenía siete años, este aprendió pronto que la vida tranquila y segura podía verse alterada súbitamente. Kafka tenía catorce años cuando fue testigo directo del Dezembersturm, un episodio de violencia colectiva contra judíos: en diciembre de 1897 se desencadenó en Praga, tras un ataque a instituciones alemanas, un terror antisemita que duró cinco días y se saldó con la destrucción de muchos negocios judíos y la rotura de miles de ventanas de viviendas (incluida la de la familia de Max Brod); la violencia llegó a tal punto que el Gobierno decretó en la ciudad la ley marcial. Kafka tenía quince años cuando Leopold Hilsner fue acusado de cometer un asesinato ritual y matar a una joven checa, siendo víctima de una farsa legal que a punto estuvo de costarle la vida, pero que, de hecho, le supuso casi veinte años de prisión.
La provisionalidad de las cosas la percibiría ulteriormente en su juventud el futuro escritor a través de algunos suicidios cometidos por amigos y parientes a edad temprana. Este fue el caso de su apreciado amigo Camill Gibian, que acabó con su vida a los veintidós años, o de su primo Oskar Kafka, que decidió terminar con la suya a los diecisiete. A Kafka debió de hacérsele dolorosamente claro en diversas ocasiones que, de un momento a otro, todo podía acabar. Para mitigar esa desazón no gozó de lenitivos. Aunque en alguna ocasión, en un gesto de insolente desafío, se puso el clavel socialista en la solapa, y si bien toda su vida fue profundamente sensible a la injusticia y a los abusos de poder, Kafka sentía demasiada aversión por todo autoritarismo y demasiada desconfianza hacia las instancias del poder como para militar en formaciones de partido. Inmune al virus de cualquier nacionalismo, el sionismo al que se aferraron algunos de sus amigos –como Hugo Bergmann– fue juzgado por él como una idea fija que limitaba la visión de la realidad. Tampoco sucumbió a la tentación de fantasías ultramundanas, habiéndosele vedado el consuelo de la religión de sus padres: en su juventud, atravesó una fase de ilustración radical –mediada también por su conocimiento del darwinismo– que lo condujo a las heladas regiones del ateísmo.
V
La obra de Stach permite no sólo identificar ciertas experiencias de Kafka que parecen haber sido decisivas en la conformación de su vida psíquica, y con ello vislumbrar la génesis de un modo de contemplar el mundo que cristalizaría en su futura obra, sino también comprender mejor algunos otros aspectos de su existencia que a menudo han dejado perplejos a críticos y lectores. Así, por ejemplo, si el detallado tratamiento de la figura de Felice Bauer y de sus considerables problemas familiares en el segundo volumen posibilitaba ya percibir la relación de esta con el escritor desde otro punto de vista, algo parecido ocurre ahora con la amistad entre Max Brod y Franz Kafka.
Mucho antes de entablar amistad con Brod a partir de octubre de 1902, Kafka encontró, ya durante su etapa escolar, una suerte de amigo del alma en Oskar Pollak, un individuo de mente privilegiada que fue probablemente la única persona cuya guía intelectual y espiritual Kafka aceptó casi sin reservas, y que se convirtió para él durante años en una suerte de hermano mayor. Suele preguntarse –como lo hizo ya Walter Benjamin– qué pudo llevar a Kafka a tener una amistad tan intensa con Brod. Con característica perspicacia, sin embargo, Stach invierte la perspectiva, inquiriendo para qué necesitaría a nuestro autor alguien tan socialmente activo e inquieto como Brod, de cuyo entusiasmo se beneficiarían no sólo Kafka sino también otros creadores, como los escritores Franz Werfel y Jaroslav Hašek o el compositor Leoš Janáček.
La respuesta de Stach es tan intrigante como plausible. Si, cuando ambos se encontraron, Kafka había forjado ya una amistad con Oskar Pollak, Brod tenía también desde años atrás una estrecha relación con un muchacho llamado Max Bäuml, cuya muerte a los veintiséis años resultaría traumática para su amigo. El hecho de que la relación de Kafka y Brod parezca haberse intensificado, primero después de que Pollak dejara Praga durante un largo período, y más tarde en 1908, tras la muerte de Bäuml, no parece ser casual. Brod encontró en Kafka la escucha, la serenidad y la falta de ambición y de jactancia que habían caracterizado a su anterior amigo. Así que, si Brod fue para Kafka un lenitivo en ausencia de Pollak, Kafka parece haberse convertido, para Brod, hasta cierto punto, en un sustituto de Bäuml.
VI
Si la experiencia del Pawlatsche parece haber sido determinante en la niñez de Franz, hay otra que parece haber sido decisiva en su primera juventud, y que Stach consigna lúcidamente, si bien de un modo que habría merecido seguramente mayor atención, al referirse a Emil Gschwind, un sacerdote que enseñó a Kafka latín y griego en la escuela. En una postal dirigida a Felice Bauer el 9 de octubre de 1916, Kafka le advierte del peligro de empujar a los niños a aquello que les resulta por completo incomprensible, y recuerda a propósito de ello a su maestro, que a menudo, durante la lectura de la Ilíada, decía a sus alumnos que, si bien debían quemarse las cejas estudiando las obras de Homero, no entenderían nada de ellas. Kafka escribe a su prometida que estas observaciones le produjeron en aquella época «más impresión que la Ilíada y la Odisea juntas».
Contempladas a distancia, estas palabras adquieren –al igual que no infrecuentemente las propias situaciones de doble vínculo (double bind), como la creada por las observaciones de Gschwind– un punto cómico. Sin embargo, es sabido que, cuando existe una dependencia emocional profunda del destinatario con respecto al emisor de un mensaje de doble vínculo, lo cómico puede convertirse muy fácilmente en algo trágico: estas situaciones pueden generar sentimientos de culpa que a menudo llegan a ser muy graves y profundos, e incluso generar problemas de salud mental. El carácter patógeno del doble vínculo fue señalado ya en los años sesenta por los psicólogos que lo tematizaron, y se explica en virtud de la ausencia de una salida para la persona destinataria de los mensajes. De hecho, Paul Watzlawick y la escuela de Palo Alto (California) observaron que, allí donde predominan estructuras relacionales de doble vínculo, el comportamiento del destinatario corresponde a los criterios diagnósticos de la imagen clínica de la esquizofrenia. No parece, pues, casual que ya Theodor Adorno hubiera observado: «los herméticos protocolos de Kafka contienen la génesis social de la esquizofrenia».
Kafka no parece haber exagerado al describir el efecto que tuvieron en él las palabras de su maestro, pues todo indica que fue devastador. La razón no es sólo que fuera emitido por alguien que era para su alumno una respetable figura de autoridad. Ese efecto fue en Kafka tanto más grave cuanto que era similar a los mensajes emitidos por otra figura de autoridad, a saber, su propio progenitor. Según recuerda el escritor en la Carta al padre, Hermann Kafka ordenaba a sus hijos, por ejemplo, comportarse durante las comidas de acuerdo con determinadas reglas de urbanidad que él mismo conculcaba sin ningún reparo. Así pues, la situación patógena se desarrolló en cuanto que suponía el refuerzo de la situación, allí donde convergían el ámbito familiar y el escolar.
Stach señala con acierto que esta situación que marcó a fuego al pequeño Franz es la experimentada por Josef K. en El proceso o por el K. de El castillo. Podría –y tal vez debería– haber añadido que la situación se repite una y otra vez en las obras del escritor. Así ocurre en la tercera de las novelas inacabadas, El desaparecido (América). Así sucede también en La transformación. Y otro tanto puede predicarse de La condena, cuyo protagonista, Georg Bendemann, acaba arrojándose desde un puente tras un diálogo con su padre en el que la presencia del doble vínculo es manifiesta.
Resulta crucial, a mi juicio, captar que el doble vínculo no nos precipita en el absurdo o en lo inescrutable. No se trata sólo de que sea un fenómeno corriente de la experiencia cotidiana, sino también de que es inteligible. Por supuesto, el receptor-víctima de los mensajes contradictorios experimenta la situación como incomprensible y paralizante, tanto más cuanto que, a menudo, estos mensajes se producen en contextos en los que el receptor tiene una profunda dependencia emocional y psicológica –a veces también sexual, social y/o económica –respecto del emisor del mensaje, lo que hace que el receptor no pueda contemplar con suficiente lucidez la situación y, por tanto, se generen en él sentimientos de desasosiego y culpa que a menudo desembocan –como ocurre con el suicidio de Georg Bendemann en La condena – en decisiones trágicas. Pero esta incapacidad del receptor por hacerse consciente de la perversión que caracteriza al discurso del emisor no quiere decir que este sea objetivamente ininteligible. Lejos de ello, los mensajes contradictorios productores de situaciones de doble vínculo son generados por un déficit de sensibilidad y de respeto por parte del emisor, y responden al intento –consciente o inconsciente – de manipular al receptor, adquiriendo o manteniendo el control sobre él.
Pues bien, la importancia de la presencia recurrente de las situaciones de doble vínculo en las obras de Kafka no radica únicamente en su abundancia, sino también en su carácter, en última instancia, comprensible. Al igual que la ininteligibilidad de las situaciones de doble vínculo es sólo aparente, también únicamente en apariencia son ininteligibles muchas de las obras del escritor de Praga.
VII
A toda mente lúcida, la pretensión de que una obra es «definitiva» acostumbra a parecer presuntuosa y falta de sentido crítico. No obstante, es difícil imaginar que alguien, en los próximos años –o más bien en las próximas décadas–, vaya a sondear la vida del autor de Praga con mayor profundidad, sentido y sensibilidad de como lo ha hecho Reiner Stach. Pocos autores de la historia de la literatura gozan, en efecto, de una biografía tan completa, tan minuciosa, tan documentada, elaborada con una dosificación tan equilibrada de empatía y de distancia crítica como esta. La razón parece evidente. Hay quien está dispuesto a tomarse varias décadas de su vida para comprender a un autor del pasado, pero apenas quien lo esté también para dar forma a esa comprensión en gruesos volúmenes en los que la calidad literaria no vaya a la zaga de la cantidad. Casi nadie está dispuesto, ni siquiera cuando el resultado esté destinado a perdurar, con justicia, como un hito de la biografía moderna. Es de agradecer que este freelance afincado en Berlín sea una excepción –¡y qué excepción!– a la regla.
Fuente: Franz Kafka: génesis de una mirada. Escrito por: Fernando Bermejo Rubio. Publicado en Revista de Libros. Enero 2015.
En Algún día: Franz Kafka.