Ser responsable significa ser selectivo, ir eligiendo.
Si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento.
Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad -aunque sea sólo momentáneamente- si contempla al ser querido.
En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo.
Vive como si ya estuvieras viviendo por segunda vez y como si la primera vez ya hubieras obrado tan desacertadamente como ahora estás a punto de obrar.
El amor es la meta más elevada y esencial a la que puede aspirar el ser humano...la plenitud de la vida humana está en el amor y se realiza a través de él.
La sociedad de la opulencia trae consigo una sobreabundancia de tiempo libre que ofrece, desde luego, ocasión para una configuración de la vida plena de sentido, pero que en realidad no hace sino contribuir al vacío existencial.
Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud hacia la vida. Tenemos que aprender por nosotros mismos y después, enseñar a los desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros.
El humor es otra de las armas con las que el alma lucha por su supervivencia. Es bien sabido que, en la existencia humana, el humor puede proporcionar el distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier situación, aunque no sea más que por unos segundos.
Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración.
El ser humano no es una cosa más entre otras cosas; las cosas se determinan unas a las otras; pero el hombre, en última instancia, es su propio determinante. Lo que llegue a ser -dentro de los límites de sus facultades y de su entorno- lo tiene que hacer por sí mismo.
El amor constituye la única manera de aprehender a otro ser humano en lo más profundo de su personalidad. Nadie puede ser totalmente conocedor de la esencia de otro ser humano si no le ama. Por el acto espiritual del amor se es capaz de ver los trazos y rasgos esenciales en la persona amada; y lo que es más, ver también sus potencias: lo que todavía no se ha revelado, lo que ha de mostrarse.
Cuando hablábamos de los intentos de infundir en el prisionero ánimo para superar su situación, decíamos que había que mostrarle algo que le hiciera pensar en el porvenir. Había que recordarle que la vida todavía le estaba esperando, que un ser humano aguardaba a que él regresara. Pero, ¿Y después de la liberación? Algunos se encontraron con que nadie les esperaba.
No existe ninguna situación en la vida que carezca de auténtico sentido. Este hecho debe atribuirse a que los aspectos aparentemente negativos de la existencia humana, y sobre todo aquella trágica triada en la que confluyen el sufrimiento, la culpa y la muerte, también puede transformarse en algo positivo, en un servicio, a condición de que se salga a su encuentro con la adecuada actitud y disposición.
Al cumplir un sentido, el hombre se realiza a sí mismo. Si cumplimos el sentido del sufrimiento, realizamos lo más humano del ser humano, maduramos, crecemos, crecemos más allá de nosotros mismos. Incluso cuando nos encontramos sin remedio y sin esperanza, enfrentados a situaciones que no podemos modificar, incluso entonces estamos llamados y se nos pide que cambiemos nosotros mismos.
El hambre, la humillación y la sorda cólera ante la injusticia se hacen tolerables a través de las imágenes entrañables de las personas amadas, de la religión, de un tenaz sentido del humor, e incluso de un vislumbrar la belleza estimulante de la naturaleza: un árbol, una puesta de sol.
Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la vida les inquiriera continua e incesantemente. Nuestra contestación tiene que estar hecha no de palabras ni tampoco de meditación, sino de una conducta y una actuación rectas.
Cuando se acepta la imposibilidad de reemplazar a una persona, se da paso para que se manifieste en toda su magnitud la responsabilidad que el hombre asume ante su existencia. El hombre que se hace consciente de su responsabilidad ante el ser humano que le espera con todo su afecto o ante una obra inconclusa no podrá nunca tirar su vida por la borda. Conoce el "porqué" de su existencia y podrá soportar casi cualquier "cómo".
Vivimos en el seno de una "affluent society", estamos sobresaturados de incentivos a través de los "mass media" y nos hallamos en la edad de la píldora. Si no queremos quedar sepultados bajo esta oleada de incentivos, si no queremos hundirnos en una total promiscuidad, entonces tenemos que aprender a distinguir entre lo que es esencial y lo que no lo es, entre lo que tiene sentido y no lo tiene, entre lo que es responsable y lo que no.
Cuando uno se enfrenta con una situación inevitable, insoslayable, siempre que uno tiene que enfrentarse a un destino que es imposible cambiar, por ejemplo, una enfermedad incurable, un cáncer que no puede operarse, precisamente entonces se le presenta la oportunidad de realizar el valor supremo, de cumplir el sentido más profundo, cual es el del sufrimiento. Porque lo que más importa de todo es la actitud que tomemos hacia el sufrimiento, nuestra actitud al cargar con ese sufrimiento.
Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas -la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias- para decidir su propio camino.
El momento más terrible de las 24 horas de la vida en un campo de concentración era el despertar, cuando, todavía de noche, los tres agudos pitidos de un silbato nos arrancaban sin piedad de nuestro dormir exhausto y de las añoranzas de nuestros sueños. Empezábamos entonces a luchar con nuestros zapatos mojados en los que a duras penas podíamos meter los pies, llagados e hinchados por el edema. Y entonces venían los lamentos y quejidos de costumbre por los pequeños fastidios, tales como enganchar los alambres que reemplazaban a los cordones.
Nunca olvidaré una noche en la que me despertaron los gemidos de un prisionero amigo, que se agitaba en sueños, obviamente víctima de una horrible pesadilla. Dado que desde siempre me he sentido especialmente dolorido por las personas que padecen pesadillas angustiosas, quise despertar al pobre hombre. Y de pronto retiré la mano que estaba a punto de sacudirle, asustado de lo que iba a hacer. Comprendí en seguida de una forma vivida, que ningún sueño, por horrible que fuera, podía ser tan malo como la realidad del campo que nos rodeaba y a la que estaba a punto de devolverle.
El silbato de la locomotora tenía un sonido misterioso, como si enviara un grito de socorro en conmiseración del desdichado cargamento que iba destinado a la perdición. Entonces el tren hizo una maniobra, nos acercábamos sin duda a una estación principal. Y, de pronto, un grito se escapó de los angustiados pasajeros: "¡Hay una señal, Auschwitz!" Su solo nombre evocaba todo lo que hay de horrible en el mundo: cámaras de gas, hornos crematorios, matanzas indiscriminadas. El tren avanzaba muy despacio, se diría que estaba indeciso, como si quisiera evitar a sus pasajeros, cuanto fuera posible, la atroz constatación: ¡Auschwitz!
El modo en que un hombre acepta su destino y todo el sufrimiento que éste conlleva, la forma en que carga con su cruz, le da muchas oportunidades -incluso bajo las circunstancias más difíciles- para añadir a su vida un sentido más profundo. Puede conservar su valor, su dignidad, su generosidad. O bien, en la dura lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad humana y ser poco más que un animal, tal como nos ha recordado la psicología del prisionero en un campo de concentración. Aquí reside la oportunidad que el hombre tiene de aprovechar o de dejar pasar las ocasiones de alcanzar los méritos que una situación difícil puede proporcionarle.
(...) Sólo sabía una cosa, algo que para entonces ya había aprendido bien: que el amor trasciende la persona física del ser amado y encuentra su significado más profundo en su propio espíritu, en su yo íntimo. Que esté o no presente, y aun siquiera que continúe viviendo deja de algún modo de ser importante. No sabía si mi mujer estaba viva, ni tenía medio de averiguarlo (durante todo el tiempo de reclusión no hubo contacto postal alguno con el exterior), pero para entonces ya había dejado de importarme, no necesitaba saberlo, nada podía alterar la fuerza de mi amor, de mis pensamientos o de la imagen de mi amada.
Cuando llegamos, las primeras noticias que escuchamos a los prisioneros más antiguos fueron que este campo relativamente pequeño (con una población de 2500 reclusos) ¡No tenía "horno", ni crematorio, ni gas! Lo que significaba que ninguno de nosotros iba a ser un "musulmán", ninguno iba a ir derecho a la cámara de gas, sino que tendría que esperar hasta que se dispusiera lo que se llamaba un "convoy de enfermos" que lo devolvería a Auschwitz. Esta agradable sorpresa nos puso a todos de buen humor. El deseo del viejo vigilante de nuestro barracón en Auschwitz se había cumplido: habíamos llegado lo más rápidamente posible a un campo que -a diferencia de Auschwitz- no tenía "chimenea". Nos reímos y contamos chistes a pesar de las cosas que tuvimos que soportar durante las horas que siguieron.
Ya he mencionado antes que todo lo que no se relacionaba con la preocupación inmediata de la supervivencia de uno mismo y sus amigos, carecía de valor. Todo se supeditaba a tal fin. El carácter del hombre quedaba absorbido hasta el extremo de verse envuelto en un torbellino mental que ponía en duda y amenazaba toda la escala de valores que hasta entonces había mantenido. Influido por un entorno que no reconocía el valor de la vida y la dignidad humanas, que había desposeído al hombre de su voluntad y le había convertido en objeto de exterminio (no sin utilizarle antes al máximo y extraerle hasta el último gramo de sus recursos físicos) el yo personal acababa perdiendo sus principios morales. Si, en un último esfuerzo por mantener la propia estima, el prisionero de un campo de concentración no luchaba contra ello, terminaba por perder el sentimiento de su propia individualidad, de ser pensante, con una libertad interior y un valor personal.
Creo que todos los que formaban parte de nuestra expedición vivían con la ilusión de que seríamos liberados, de que, al final, todo iba a salir muy bien. No nos dábamos cuenta del significado que encerraba la escena que expongo a continuación. Hasta la tarde no comprendimos su sentido. Nos dijeron que dejáramos nuestro equipaje en el tren y que formáramos dos filas, una de mujeres y otra de hombres, y que desfiláramos ante un oficial de las SS. (...) Uno a uno, los hombres pasamos ante el oficial. (...) Ninguno de nosotros tenía la más remota idea del siniestro significado que se ocultaba tras aquel pequeño movimiento de su dedo que señalaba unas veces a la izquierda y otras a la derecha, pero sobre todo a la derecha. (...) El hombre de las SS me miró de arriba abajo y pareció dudar; después puso sus dos manos sobre mis hombros. Intenté con todas mis fuerzas parecer distinguido: me hizo girar hasta que quedé frente al lado derecho y seguí andando en aquella dirección. Por la tarde nos explicaron la significación del juego del dedo. Se trataba de la primera selección, el primer veredicto sobre nuestra existencia o no existencia. Para la gran mayoría de aquella expedición, cerca de un 90%, significó la muerte; la sentencia se ejecutó en las horas siguientes.
Fuente: Frases y Pensamientos.
C. Marco