Esto de la libertad de prensa fue algo que me costó de entender de jovencito. Viviendo en un ámbito, en una ciudad, donde el vino y el aceite eran la muy principal fuente de riqueza, las “prensas” que conocía eran esas: las de prensar vino o aceite. Seguro que algunos convecinos coetáneos dirán que no era para tanto, pero vivíamos a 20 metros escasos de una de las más importantes productoras de aceites del entorno, una fábrica asentada precisamente sobre las ruinas de un teatro romano de 2000 años de antigüedad. Y el transporte de barriles de vino en carro, unos carros enormes y especiales que constaban sólo de un armazón del que se colgaban dos barriles de 200 litros, era lo que normalmente se veía circular por la cuesta a la que daba la puerta de nuestra casa. Aquí, si algo se prensaba eran uvas y aceitunas.
Estuve a punto de entrar de aprendiz en una imprenta, en la que sólo llegué a trabajar unos días, pero lo suficiente como para entender que el papel impreso se hacía con una maquina entintada apretando sobre hojas de papel en blanco. Tardé muchos más años en saber quien era Gutemberg y muchos más en darme cuenta que el invento de la prensa había sido, realmente, un invento del Maligno que había propiciado la Reforma protestante.
El herrero de Maguncia Johannes Gutemberg, un hombre religioso, sólo tenía interés en publicar biblias. Y para ello se asoció con un prestamista judío (hoy se llaman banqueros) español: Diego Marquez Lechuga, que le financió su proyecto. (Vete a saber quién era el tal Diego Marquez: ni nombre ni apellidos suenan a judíos, por muy converso que fuera y en 1440 Isabel la Católica aún no había nacido ni la expulsión de los judíos españoles había empezado).
Pero al publicarse la Biblia y tener acceso a su lectura todo el mundo, la gente empezó a cuestionarse la “traducción” que hacía el Vaticano y empezó el lío. Por eso, el pobre Johannes Gutemberg no es santo, como debiera ser alguien que puso las escrituras al alcance de la gente.
Mi primer contacto con la prensa escrita fue para comprobar lo útil que resultaba para envolver zapatos y bocadillos. Y también veía que se empleaba para tapar las paellas al terminar de hervir, un ratito para que se acabara de hacer el arroz. (Bueno, lo del envoltorio de bocadillos no es del todo verdad porque mi madre consideraba los bocadillos envueltos en papel de periódico la quintaesencia de la ordinariez. Los bocadillos se envolvían en papel de estraza del que venía con las compras. Pero cuando el bocata era un poco pringoso, cosa común, se reenvolvía con papel de periódico).
Y cuando aprendí a leer, pude comprobar que en mi entorno se movían tres publicaciones: La Vanguardia, el diario local y la Hoja Parroquial los domingos.
La Hoja parroquial era freackie total, sin remedio. Y encima la leías en un plis-plas, entre el Introito y el Ite misa est de la misa y como era de pequeño tamaño, luego no servia ni para envolver.
Debía haber más periódicos, seguro, pero no quedaban a mi disposición. Oía hablar del “Siero”, un periódico vespertino que llegaba en el tren de las 19.30 (o sea que podía llegar a cualquier hora) y que, decían, había que esperarlo: “Fumando espero/que llegue el Noticiero/con las noticias/ de todas la provincias…/”
En la radio, y también en los periódicos, se acostumbraba a citar mucho otros periódicos. No sé seguro si eso era efecto de la censura, porque si ya estaba publicado la responsabilidad del redactor disminuía, o si era efecto de una proverbial vagancia de los gacetillas o, ¡vete a saber!, era el preludio anunciador de la galaxia 2.0 de la interconexión de Internet.
Citaban bastante a “Le Figaró”, acentuado en la “ó”, que obviamente no era lo mismo que el famoso barbero. Y luego otro periódico francés que siempre hablaba de curas y obispos que yo entendía que se llamaba justamente “L’Horror”. Un espanto, vamos. Luego, cuando aprendí francés con las turistas, supe que el rotativo católico tenía de cabecera una matinal “L’Aurore”. Mira por dónde.
Pero el periódico más citado, sobre cualquier otro, era “L’Osservatore Romano”. Y, en este blog, que tiene un si-es-no-es de irreverente y anticlerical, no voy yo a ser menos.
Para los amantes del Super-Freakie ahí va la cita.
Aprovecho éste fin de semana de la Constitución-Inmaculada Concepción, porque, como todo buen hijo de la Iglesia sabe, la Inmaculada Concepción festeja que la Virgen María, además de ser virgen antes del parto, en el parto y después del parto, que ya tiene su miga, fue concebida—obviamente por Joaquín y Ana, sus padres, en cualquier noche loca—sin la mancha del pecado original con el que los golfos de Adán y Eva nos habían complicado la vida a todos, para desespero de los nudistas.
Bueno, pues el 20 de febrero de 1963 en el periódico local, se cita un artículo de “L’Osservatore Romano” de un par de días antes, en pleno Concilio Vaticano II, en el que un pavo, que debía haber abusado del vino de la sacristía o se había fumado algo, disertaba sobre la condición humana de los extraterrestres (Toma ya!). Su tesis era que, como los extraterrestres no eran, obviamente, hijos de Adán, debían estar libres del pecado original (¡). O sea que no tendrían que bautizarse para gozar de las glorias de la vida terrenal, marciana o del remoto planeta de la galaxia de Orión de donde vinieran, o las de la vida eterna.
Y yo me pregunto (hermosa entrada que suele preceder en los discursos las idioteces más solemnes): ¿No será que la Virgen María era un extraterrestre y por eso no tenía la tacha del pecado original? Con eso nos evitaríamos explicarnos las relaciones matrimoniales del Joaquín y la Ana (¿Cuántas veces?, ¿te excitaste?, etc., como las que había que explicar en el confesonario); que eso del folleteo siempre le produce desazón al clero.
Pido disculpas a los de Radio María, tan alegres y faldicortos ellos, y a todas las Marías que he conocido—alguna demasiado de cerca—pero si “L’Osservatore Romano” se pone en esas tesituras, ahora que sí hay libertad de prensa (o casi), yo no me privo publicar esto.
Libertad en la Internet