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La nomenclatura alegórica de la época lo denominaba “El Ausente”. Pero a mi visión de niño era el vivo retrato de un muerto. Así como suena en su contradicción.
Yo los había visto en algunas casas de parientes. Retratos de hombre, generalmente jóvenes, vestidos de negro con camisa blanca, con o sin corbata, con la mirada perdida. Algunos vestidos de militar. Y la foto rodeada de un marco negro, ocasionalmente con una cinta en diagonal en uno de los ángulos. Cada casa tenía el suyo porque salíamos de una época de matanzas. Como yo era pequeño casi nunca pude atreverme a preguntar quienes eran, a menudo en casas de gente que apenas conocía. Y, además, los elementos jóvenes de las familias, más próximos por edad tenían la calidad ominosa de huérfanos y no iba uno a andar hurgando en los breves pasados de la gente joven. En otras casas la información la ofrecían enlutadas mujeres: “… Sí, éste era mi Juan, mi José…” pasando la mano por el marco. Y a veces añadían la edad a la información a lo que siempre alguien contestaba con un “…Era muy joven!...” o “Era muy guapo”. Jóvenes casi todos. Guapos, guapos, nunca vi ninguno. Para mi los guapos salían en el cine y vestían elegantes o de cowboy, con sombrero y todo. Con bigotillo y peinados con brillantina y fijador. Las tías—las tías en general y mis tías, las hermanas de mi madre que eran un montón, en particular—hablaban de guapos cuando hablaban de Clark Gable, que era un actor con una sonrisa de pícaro sinvergüenza. Y es que a las tías—de nuevo en general y en particular—les van los chulos.
Fue cuando pasé del parvulario de las monjitas a una escuela estatal que lo vi compartiendo la presidencia del aula, allá en lo alto, a la derecha del cristo. Bueno en realidad quedaba a la izquierda del cristo. Cristos ya sabía lo que eran. Los había por todas partes: en las cabeceras de las camas, en todas las iglesias, por la calle en las procesiones que había casi siempre, en el rosario que llevaba al cinto la Madre Encarnación: cruces y cristos eran parte del paisaje.
En la pared de la clase, arriba encima de la pizarra había naturalmente un cristo. Y a cada lado una foto. El de la izquierda era Franco. A ese se le conocía muy bien porque su cara estaba por todas partes, en fotos y en las revistas y los periódicos. Y en los sellos de correos y en las monedas de peseta, de perfil. Le pregunté al Conesa, uno pelirrojo que era más malo que un dolor y que se sentaba detrás de mi, que quién era y me dijo: “Ese es el muerto”. Bueno, igual dijo “ese está muerto” para distinguirlo de Franco que estaba muy vivo y, como luego con los años puede comprobar, el cabrón de él no parecía que fuese a morirse nunca. El caso es que el Conesa no se sabía el nombre y, para mi, se quedó siendo “El Muerto” por antonomasia. Lo cierto es que nadie nos los presentó. El maestro nunca se refirió a las fotos—de hecho tampoco al cristo—de manera directa, de modo que fue más adelante que acabé asociado la foto con el nombre en algunas de las “izadas de bandera” que había que hacer cada mañana cantando aquello del “Cara al sol”. Donde yo vivía la verdad es que hacía sol casi todos los días, pero nos ponían en formación en un frontón que tenía la pared hacia levante y, la verdad, el sol nunca nos daba en la cara. Cosas.
En las clases de “Formación del Espíritu Nacional” ya nos dijeron que al “Muerto” ellos—al parecer sólo los “ellos” que andaban en lo del Frente de Juventudes y tal—lo llamaban “El Ausente”, aunque en lo de las izadas de banderas decían su nombre y nos hacían gritar: “¡Presente!”. Aquella tropa no le hacían asco a las contradicciones y las incoherencias. Parecía que les iban cantidad.
Cuando empecé a estudiar en la universidad volví a encontrarme con el muerto. Pero no en foto. En las aulas de la facultad había un asiento reservado en la primera fila, con un escudo con un pato pintado en el respaldo. No es que pretendiera sentarme en primera fila, ni mucho menos, pero en seguida algún repetidor me explico que era el asiento del muerto, matizando luego que el muerto era “el estudiante caído” y que se dejaba libre por respeto. Como siempre había líos porque no cabíamos todos en las aulas y siempre alguien acababa sentándose allí, el decanato decidió quitar el asiento, el reposa-culos, y dejar sólo el respaldo con el escudo del pato. Creo que a mediados de los años sesenta acabaron quitando el asiento para siempre. Entonces el jodido muerto no tuvo ya dónde sentarse.
Muertos “freakies” paradigmáticos.