Revista Opinión

Freud y el emérito

Publicado el 07 agosto 2020 por Manuelsegura @manuelsegura

Freud y el emérito

En 1976, el Gobierno español manejaba encuestas que alertaban de que, en un hipotético referéndum sobre monarquía o república, se hubiera inclinado la balanza hacia esta última opción como forma de Estado. Así lo reconoció en 1995 el expresidente Adolfo Suárez mientras grababa una entrevista televisiva con la periodista Victoria Prego. En un momento dado, Suárez se tapó el micro de corbata -lo que no impedía que se le escuchara- y confesaba este sorprendente hecho, revelado unos cuantos años después. Destacaba Suárez que fueron algunos jefes de gobiernos democráticos europeos, a instancias del líder socialista Felipe González, los que le demandaron que hiciera esa consulta al pueblo español. Sin embargo, Suárez llevó a cabo una más de sus jugadas de avieso prestidigitador, introduciendo al rey y a la monarquía en el proyecto de ley de Reforma Política, aprobada por las Cortes franquistas en noviembre y sometida a referéndum el 15 de diciembre de 1976.

La amistad del entonces príncipe Juan Carlos de Borbón y Adolfo Suárez se había fraguado en los últimos años del franquismo. El primero puso sus ojos en el entonces gobernador civil de Segovia -y después director general de Radiodifusión y Televisión- para encauzar al país desde una obsoleta dictadura hasta un régimen democrático. Debió de ver en él a ese “chusquero de la política”, como el de Cebreros llegó a definirse en alguna ocasión, y en todo caso a alguien capaz de enfrentarse a cuanto se le cruzase en el camino. El poder de seducción con los sucesivos jefes del Ejecutivo por parte del monarca tuvo su punto álgido en 1982, con la llegada al poder de Felipe González, sin duda, y pese a su pedigrí republicano durante la Transición, el presidente del Gobierno con el que mejor ha sintonizado Juan Carlos I en sus 40 años de reinado. No es de extrañar que esa química se traduzca en la defensa que el que fuera líder socialista español ha hecho últimamente, y de forma pública y notoria, del denominado rey emérito. Todo ello, junto a esa imagen proyectada por el monarca como mejor embajador español fuera de su país, contribuyó a que el sentimiento monárquico recalara poco a poco en la sociedad española, hasta el punto de reconocerse muchos ciudadanos más ‘juancarlistas’ que otra cosa.

Durante muchos años, quizá demasiados, en los medios de comunicación españoles se instauró un pacto -no escrito- de no agresión contra la monarquía. Solo desde el extranjero saltaban en ocasiones noticias sobre ciertas conductas ‘poco apropiadas’ del monarca. Otro capítulo aparte merecería el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, cuyos ejecutores siempre esgrimieron que actuaban en nombre del rey desde su primer movimiento. Lo cierto es que un simple gesto suyo de complicidad hacia los militares sublevados hubiera supuesto que el Ejército lo secundara como un solo hombre. Sin embargo, su discurso en esa larga noche, ataviado con el uniforme de capitán general y ante las cámaras de TVE, ya entrada la madrugada y unas cuantas horas después del asalto al Congreso de los Diputados por el teniente coronel Tejero, le supuso pasar a la historia como el freno definitivo frente a la asonada, cuyo papel estelar recayó en dos generales de profundas convicciones monárquicas: Armada Armada y Jaime Milans del Bosch. Al primero, segundo jefe del Estado Mayor del Ejército, el monarca no le autorizó a desvelar -con objeto de utilizarlo por su defensa durante el juicio, en el que lo condenaron a 30 años de prisión- el contenido de una entrevista que ambos mantuvieron diez días antes del intento de golpe. Mientras, el segundo, entonces capitán general de la III Región Militar con sede en Valencia, sospechaba de ciertas veleidades republicanas que no disimulaban algunos de sus compañeros, al frente de otras demarcaciones castrenses, un hecho que llegó a comunicar telefónicamente esa misma noche al rey. Ya más recientemente, una persona muy ligada en el pasado al monarca -y hoy en pleno candelero mediático- llegó a acusarle de padecer una enfermedad concreta: la de la deslealtad.

La enorme y evidente transformación del país, su integración en Europa, su modernización y el desarrollo experimentado desde su llegada al trono en 1975, por designación directa del generalísimo Francisco Franco en 1969, se ha visto empañada por unos acontecimientos que han conducido a Juan Carlos de Borbón a tener que verse obligado a abandonar su tierra. Tremenda paradoja para alguien que retornó a España siendo aún niño, con objeto de formarse como futuro rey en la universidad y en las academias militares, aceptando incluso el trance de sortear los derechos dinásticos depositados en la persona de su padre, Juan de Borbón, por su abuelo, el rey Alfonso XIII, que murió en el exilio.

La 1 de TVE emitió este viernes un documental sobre Juan Carlos I, realizado entre 2014 y 2015 por el cineasta hispano-francés Miguel Courtois y coproducido por RTVE y France 3. Aún me estoy preguntando los motivos por los que los anteriores directivos de la televisión pública lo mantuvieron ‘congelado’ desde hace un quinquenio sin que pudiera ver la luz en España. Ay, cuánto daño ha hecho ese afán proteccionista con todo lo que rodeara a la corona, instalado durante tanto tiempo en algunos estamentos de la sociedad española…

Felipe VI, su único hijo varón y heredero, quiso marcar distancias desde el primer momento. Conocedor de las peculiares vicisitudes de esa casa, no tuvo empacho en poner tierra de por medio con su hermana Cristina, tras los desmanes protagonizados por su cuñado Iñaki Urdangarin. E incluso renunciando a una envenenada herencia paterna. Pero ahora le ha tocado lidiar, quizá, con algo mucho más complicado y difícil, máxime cuando su predecesor no está dispuesto, de ninguna de las maneras, a que lo despojen de su título real tras la abdicación. El genio del psicoanálisis, el neurólogo austriaco Sigmund Freud, utilizaba una dura expresión metafórica para describir ese momento en que uno debe romper amarras definitivamente con el progenitor para volar por su cuenta. Lo denominaba, con toda la crudeza que se quiera, matar al padre, algo tan dramático como drástico, aunque haya quien mantenga que, como en toda relación paternofilial no siempre el primero sea desechable del todo ni el segundo, suficiente.

[eldiario.esMurcia 7-8-2020]


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