La libertad es lo que haces con lo que se te ha hecho a ti.
(Jean Paul Sartre)
— Es la primera vez en todos mis años de carrera que alguien rechaza mis servicios. No lo entiendo, la verdad.
— Realmente no estoy rechazándolos sino utilizándolos todos.
— ¿Intentas hacer conmigo de las palabras un juego?
— No. Tú eres el que ha salido de un cuento, pero déjame que sea yo quien te cuente la historia, ¿vale?
Hace unos días me encontré con un Genio. Sí; sé que parece una broma, un síntoma de enfermedad mental, un absurdo, y que nadie en su sano juicio creería que existe, pero fue así. Un Genio en toda regla. Con sus tres deseos, sus aspavientos, su acento marcado y su pelo oscuro. No llevaba coleta, bombachos ni un chaleco sin camisa y será por el siglo o la modernidad, venía engominado y sin lámpara, pero aun así, era un Genio.
Imagina mi cara cuando me contó quien era y me ofreció sus servicios. Pasar de la carcajada al “qué me estás contando” me costó dos segundos y arquear la ceja con su insistencia creo que otros dos. Para cuando me convenció de que era real, yo ya había repasado la lista de lo que había hecho ese día tres veces, confirmando que no llevaba una gota de alcohol encima.
Pero claro, hablamos de un Genio, ¿quién no sabe lo difícil que es fiarse de un tipo de esos? Supongo que pronto llegó a la conclusión de que era improbable que le pidiese algo si no me hacía una lista de cuestiones a tener en cuenta antes de la firma. Que él era un genio, pero yo soy especialista en contratos.
Al final resultó no ser tan enrevesado: “nada de paz mundial ni de erradicar el hambre en el mundo, sólo concedo deseos personales, así que te concederé tres deseos siempre y cuando seas tú quien los disfrute y, además, a lo que pidas le pondré ciertos límites.”
No tardé mucho en saber lo que quería. — Quiero viajar en el tiempo— afirmé. — Está bien, pero sólo podrás viajar a aquello que conoces, así que tan sólo podrás ir a tu pasado. Deseo concedido— me contestó.
Es curioso lo ridículos que somos los humanos. Alguien que puede viajar en el tiempo podría ver su nacimiento, esperar a los reyes magos y preguntarles dónde está su Scalextric, aprender a peinarse o a darle la vuelta a la tortilla sin derramarla, escuchar y saborear otras lenguas, coger trenes en marcha, revivir (literalmente) el primer beso… pero no. Cualquier persona al echar la vista atrás reproduce automática, consciente, subconsciente y sobre todo inconscientemente una asombrosa memoria para describir, ordenar, (exagerar) y señalar cada centímetro cuadrado en el que tropezó, se despistó, se perdió, se tiró a la piedra o simplemente, metió la pata hasta el fondo.
Yo me puse a buscar porqués para saber a dónde y cuándo ir.
¿Fue por la música muy alta? ¿La melancolía? ¿El sufrimiento amoroso? ¿La risa a solas? ¿La falta de sueño? ¿Por entretenerme demasiado? ¿La ausencia de reloj? ¿El ColaCao sin grumitos?
He de reconocer que si el cerebro es un músculo privilegiado, lo es por mantener a la luz su parte más fantástica y vil. La de fronteras con las que me encontré cuando hice inventario de mi todo me ralentizaron el viaje. Hubiera jurado no recordar que la mitad estaban allí, quizá eran fronteras imaginarias o puede ser que la razón que ahora habita en esta perspectiva se hubiese dedicado a hacer diques, no lo sé.
Como te digo, la mente y la memoria juegan a un ajedrez en el que no sólo hay que matar a la reina, sino que lo divertido es acojonarla antes de salir de la caja. Mucho antes de conocer al Genio, ya tenía una lista extensa de “y si, tenía que haber dicho, aquel día que…” y claro, me lancé en picado.
Ha sido curioso ir equilibrando mis tormentos reviviéndolos. Como ir a suicidarse en el mar en el que aprendiste a nadar y tirarte con el ultimo bocado de la merienda aun sin masticar, lejos de los espigones y por la parte que no cubre. Cansado, pero no mortal.
Lo que no te mata, te hace más fuerte, dicen. A veces más fuerte dejándote más abajo, digo yo.
Volver a ser la protagonista de una película que te sabes de memoria, da la impresión de saber como quebrar y esquivar el desastre, sientes el poder, el lujo, de cambiar el dialogo o de interrumpir al protagonista. Pero no. Nada… No hice nada distinto esta vez, no dije nada que no recordase, ni me adelanté. No entré en aquella cocina con cuidado sabiendo que era un campo de minas, no me levanté a tiempo de aquel banco, no desvié la mirada a tiempo, no bajé el dedo ni me serví más café. Nada.
Yo también me sorprendí, lo confieso.
Reviviendo toda mi historia tuve la sensación de ser sólo público y a la vez, era tan tan mía que me negué en rotundo a que me cambiaran el guión cual director seguro de su obra. Lo cierto es que, he hecho un ejercicio de apnea interior y me he aburrido mucho en este viaje. Retroceder no está mal, incluso cuando avanzas más bien al ralentí, pero ahora toca otra cosa. Lo siento, lo sé.
Hice un último salto antes de decidirme, no creas. Visité mi primer beso y casi sin darme cuenta al momento estaba en el último que di. Me acordé de aquel cuento de “El beso más pequeño” de Mathias Malzieu, y aunque me reí al repetirlos, se me hicieron los dos demasiado cortos.
De un lado a otro de mí misma, de la que fui, de quien soy, el flujo de preguntas sin contestar se ha ido callando, creo que incluso antes de este viaje, porque no tengo muchas respuestas que darme en algunas, porque me he cansado de otras. Hace algún tiempo me planteaba como el paso del tiempo a veces nos hace ser más viejos y otras mejor mayores. Lo que he visto era la caricatura de una niña vieja y de la vieja más joven de la región.
— La cuestión es, que aunque te lo agradezco, no quiero lo que me has dado. No es que no sirva, es que no lo necesito. Quiero dejar las cosas como están, quiero que sigan como son. Porque sin todo eso, tampoco estarías hablando con quien lo haces…
— Así que tus otros dos deseos son…
— Devolverte el poder que me diste y que no vuelvas a cruzarte en mi camino.
— ¿Estás segura? Podrías probar y ganar tantas cosas…
— Sí, estoy segura de no estar segura de nada. Y de que toca improvisar.
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