Fuego

El tosido asmático de la Citröen C15 al arrancar hizo que la urraca posada en la encina levantara el vuelo como una exhalación negra salida de la nada. Encendió otro cigarrillo, ya quedaba poco gas en el mechero, y miró de soslayo la publicidad impresa en una serigrafía casi gastada. El número de teléfono de aquel bar de carretera había perdido ya sus primeras cifras ¿cuántas brasas habría prendido con aquel BIC desde que lo tenía? ¿cuantos pitillos?

Lo habían llamado desde Seseña la semana pasada. Todo se precipitaba y la voz entrecortada al otro lado del teléfono evidenciaba cierto nerviosismo. “Tranquilo hombre”, le dijo en aquella ocasión, “estoy acostumbrado a estas cosas”, y sonrió un poco, pensando que lo que parecía importantísimo para alguien para otras personas, quizás, era solo un trámite sin relevancia, una cosa más.

Hacía un sol aplastante, un calor insoportable del maldito mediodía manchego. Y un silencio pastoso y roto por el motor de algún camión que pasaba por la comarcal a toda hostia. Dejó la furgoneta arrancada, meó en un montículo de neumáticos entre los que sobresalía un puñado de hierbajos secos, y sacó una caja abierta de pastillas de barbacoa. Las dejó en el suelo, al lado de las pajas renegridas y aplastadas y aspiró aquel olor a gasolina sintética tan familiar y asqueroso. Volvió a mirar hacia el horizonte, el paisaje era dantesco: un infierno de gomas sin sentido ni orden; un mar alquitranado de miles de kilómetros recorridos. Cuántas historias tras aquellos dibujos gastados.

Se agachó y chispó el encendedor en el cartón de la caja, prendió una llama dócil con una base azul. Pronto el calor se hizo querer entre las hierbas. Comprobó que todo iba bien, que había “pegado” aquella llamita. “Ya está”, se dijo, ” a otra cosa”, cerró la puerta del coche y mientras se desplazaba a trompicones por el camino hacia la carretera marcó en el móvil aquel número: “Hecho, al carajo”, dijo, y escupió la colilla antes de incorporarse a la vía.