Revista Opinión

Fuego de campamento

Publicado el 27 enero 2013 por Miguelmerino

En las noches de invierno, acampados en la playa de Veneguera, después de cenar, encendíamos un fuego y nos sentábamos alrededor para contar historias, casi siempre sobre temas sobrenaturales, aunque no siempre.

Esta historia que traigo hoy aquí es una de las “aunque no siempre”. Estábamos sentados como digo alrededor del fuego. Una chica joven, de no mas de veinticinco años, acababa de contar una historia sobre un caso de premonición que nos había dejado algo sobrecogidos. Estuvimos unos minutos en silencio, como digiriendo lo escuchado. Entonces, se levantó un anciano de pelo y barba blanca con  algunos jirones grises. Tenía una voz grave pero limpia que llegaba con nitidez a todos los allí reunidos. Dejo que sea él quien nos cuente la historia:

Durante muchos años he sido seguidor de un rabí. Jesús era su nombre. Tenía una sabiduría innata y un don de gente que hacía que todos quedáramos embelesados ante sus palabras. No era un filósofo de estos oscurantistas, que hablan con palabras difíciles para vestirse de profundidad. Al contrario, utilizaba palabras sencillas, ejemplos esclarecedores e imágenes populares. Decía cosas como que todos somos hijos de dios por igual. Que dios está más cerca de los pobres y de los indenfensos. Que no hay que despreciar a nadie porque dios está en todos y cada uno de nosotros y cosas de ese estilo. Se acercaba a los enfermos a darles consuelo. Incluso algunos, con el efecto placebo de sus palabras, llegaban a sanar. O eso parecía al menos. Íbamos de una ciudad a otra haciendo llegar sus esperanzadoras enseñanzas a una multitud que nos seguía en cada pueblo visitado. Muchos de ellos se unían a nosotros y nos acompañaban hasta el siguiente destino. Una vez, después de un emotivo discurso en una montaña a orillas del Tiberíades, sacamos unos panes y unos pocos peces que habíamos pescado la noche anterior y nos dispusimos a comer los discípulos y el rabí. Entonces, Jesús, dándose cuenta de que había allí mucha gente que no había comido, compartió su ración con los que tenía más cerca, lo mismo hicimos nosotros y el resto de la gente que llevaba algo para comer, también compartió con los de su alrededor. De esta manera, todos conseguimos saciar el apetito, aunque, obviamente, nadie quedó harto.

Este episodio, al que muchos llamaron la multiplicación de los panes y los peces, aunque allí lo único que se multiplicó fue la solidaridad humana, y el hecho mencionado anteriormente de que algunos enfermos ante las palabras del rabí, sanaran o creyeran sanar, que para el caso era lo mismo, dio pie a que las autoridades religiosas se asustaran pensando que este rabí podía soliviantar el orden establecido, que tanto siglos había costado conseguir. Empezaron a tergiversar sus palabras diciendo, por ejemplo, que se autoproclamaba el Hijo de Dios, cuando él lo único que decía es que todos somos hijos de dios, también él, por supuesto. Y tan convencido estaba de ello que hablaba de él como de su padre. También le afearon el que se acercara a prostitutas y ladrones sin el menor recato. Llegó a decir que eran los que más le necesitaban, pues había en el cielo más regocijo por un pecador que se arrepentía que por noventa y nueve justos. Esto, junto a la parábola del hijo pródigo (un hijo, que después de haber dilapidado la fortuna de su padre en juergas y vicios, volvió a su casa arrepentido y su padre hizo gran fiesta en su honor), llevó a sus enemigos a decir que era amigo de los pecadores. Así que se confabularon contra él y encontraron la debilidad en uno de sus discípulos, que a cambio de unas pocas monedas, lo traicionó y lo entregó a los sumos sacerdotes.

A partir de ese momento, comenzó un periplo de vejaciones, torturas y vilipendios, con el único objetivo de que confesara ser un impostor y no el Hijo de Dios, como decía que se proclamaba. Él, a pesar del mucho sufrimiento, se mantuvo en que también era hijo de dios. Que no temía a la justicia de este mundo, porque confiaba ciegamente en la justicia divina y en alcanzar el reino de los cielos. Así estuvo yendo de los sumos sacerdotes al gobernador militar y de este a los sumos sacerdotes. En uno de esos viajes, el gobernador, Pilatos era su nombre, que en realidad no veía nada malo ni peligroso en Jesús, se acordó de una vieja tradición que permitía liberar a un preso por la pascua judía y pensó que esa podía ser la excusa perfecta para librarse de ese marrón. Mandó traer a un cabecilla de los guerrilleros independentistas, llamado Barrabás y dio a elegir a la multitud a quién querían liberar: a Jesús o a Barrabás. La multitud, sin pensárselo mucho, empezó a gritar el nombre de Jesús y Pilatos, con gran satisfacción, lo liberó, mandando inmediatamente crucificar a Barrabás.

Jesús vivió muchos años más, estuve con él hasta su muerte a la edad de ochenta y siete años, cuidándolo y oyendo sus siempre sabios consejos. No quiero ni pensar que hubiera ocurrido si a la multitud, a veces tan caprichosa y voluble, le hubiera dado por aclamar el nombre de Barrabás. Seguramente, yo, hubiera acabado colgando de un árbol con una soga comprada con unas pocas monedas.


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