Para crecer sano y fuerte, en mi pueblo había que superar todo tipo de amenazas mingitorias.
En los corrillos de la EGB, cuando apenas levantaba medio metro del suelo, ya se escuchaba: “Si meas en el arco iris te conviertes en chica”. Nada hubiera sido más terrible que perderme los partidos del recreo, así que cuando llovía y luego salía el sol siempre llegaba a mi casa con la vejiga a punto de explotar. Tonterías las justas, que saltar a la comba me interesaba más bien poco.
Unos años después, en el cuarto de la azotea, estaba trasteando con mi primo cuando salió un perenquén de detrás del cesto de la ropa. Yo di un respingo, pero él se puso lívido y salió corriendo a toda mecha. “¿Pero dónde vas?”, le grité extrañado. “Muchá, ¿tú sabes lo malos que son esos bichos? Si te mean en los ojos te quedas ciego”. Unos segundos después ya estaba bajando los escalones de cuatro en cuatro.
Y a pocos veranos del instituto me dio por las hogueras. Por alguna extraña razón, me fascinaba el derretir de las botellas de plástico. Aquellos goterones oscuros, como de caramelo tóxico, me resultaban hipnóticos. En casa de mis abuelos, donde nunca faltaba la materia prima, me compinché con un vecino para construir una lumbre nueva cada tarde. Empezamos con cuatro palos mal puestos, pero después de unos días de práctica ya habíamos alcanzado la escala de las piras funerarias hindúes. El humo era imposible de esconder y mucho menos para el fino olfato térmico de mi abuela. Una noche, entre cucharadas de potaje, me espetó por encima de las gafas: “¿Tú vas a seguir quemando cosas? Los niños que juegan con fuego luego mean la cama”. Santo remedio. Al día siguiente ya había encontrado otras aficiones más estimulantes.
Dejo a los antropólogos y a los psiquiatras freudianos la interpretación de estos fascinantes mitos renales. Seguro que la tienen. Pero es que, cuando llega San Juan, en seguida me acuerdo de mi abuela.
Allá donde esté, estará orgullosa de saber que mi colchón siempre ha amanecido seco.