La tentación de desaparecer del mundo es, a veces, muy provocadora. Si me pide inmediatez sin claridad de pensamiento, me atrevo a enumerarle, por ejemplo: Desaparecer ante una cercanía inesperada; desaparecer para equilibrar fuerzas, para ser uno de menos; desaparecer para evitar todo lo malo que podría suceder.
Ser invisible no es lo mismo que desaparecer, digo yo, que he intentado ambas cosas y apenas he logrado una de ellas. Desaparecer algo es disminuirlo hasta quitarlo de la vista y devolverlo al mundo de lo incógnito.
Desaparecer es caminar hacia lo sencillo, es dilatarse hasta hacerse prescindible, es la paradoja de no estar en ninguna parte sin estar perdido, es estar vagando en la esquina umbría del mundo.
Yo sé cómo desaparecer, no es un «cómo» metafísico ni mágico, es un hecho matemático comprensible y demostrable. He descubierto el secreto, por fin, al interpretar este antiguo acertijo de Sam Lloyd que me regaló mi padre. «¿Carlos, hay 12 ó 13 guerreros? Quizás tu imaginación te haga ver la realidad, si es que acaso la imaginación no es más que la realidad entera».