La Cuarta quiere fugarse. Con otra. No nos lo ha dicho con tantas palabras, quizá porque todavía no habla, pero los síntomas son inequívocos. Quiere irse a vivir con los abuelos. A Madrid. A que le sirvan las comidas cuando tiene hambre y le rían todas las gracias. A que le vista la abuela con ropa de su talla y le peine la pelusilla con colonia y raya. A jugar con el abuelo a ese juego de encajar que tiene todas las piezas. A echarse largas siestas al arrullo de un silencio sepulcral fabricado solo para ella.
Todo apunta a que cuando se tiró el portátil sobre el dedo estaba intentando hacer una reserva en el siguiente vuelo a Madrid. Lo de que la abandonara a la merced de su padre fue la gota que colmó el vaso. La última degradación de su estatus de bebé preferente. La confirmación absoluta de que a partir de entonces iba a tener que luchar con sus hermanas para poder llevarse una tortilla mal batida a la boca. Ahora que ha dejado el pecho definitivamente ya nada le ata a nosotros. No la vamos a retener con la papilla asquerosa que le hacemos con agua caldorra del grifo para que se la dé cualquier de sus hermanas con poco tino.
Sospecho que ha ido marcando los días hasta el desembarco de los abuelos en los barrotes de la cuna con la navaja de pega de La Primera . Sabe que no le vamos a dejar irse así como así y está jugando al desgaste. Ya no duerme siestas y sólo come de pie, haciendo equilibrios entre la trona y la mesa para que los demás no podamos probar bocado a riesgo de morir ahogados. A puntito siempre de romperse la crisma para que cada comida sea una lucha épica entre el hombre, la trona y el infarto agudo de miocardio.
Visto que La Segunda se ha propuesto firmemente que no se deje la paleta que le queda en la mesa del comedor ha cambiado de táctica y ahora es capaz de hacer volcar el Bugaboo, salirse del arnés y con las mismas subirse un par de pisos por las escaleras para limpiarnos las paredes con la escobilla reciente del último duelo de La Tercera con sus esfínteres a medio entrenar. El Miércoles, para asegurarse de que no pasamos una plácida mañana ni muertas, me la encontré enarbolando la escayola que no sé cómo diantres consiguió quitarse ella sola. Sólo lleva dos días con su vendaje de última generación y ya ha conseguido hacer asomar un dedito roñoso a modo de tácita amenaza: si te pensabas que con este vendaje cutre me ibas a tener controlada vas lista.
Hoy vienen los abuelos. Y lo sabe. Porque la casa está mucho más limpia de lo normal y su madre se levanta de madrugada para planchar mientras se parte de risa viendo Friends como una enajenada. Lleva desde ayer intentando colarse en su cama recién hecha para que no se olviden de ella cuando rehagan las maletas.
La muy traidora se ha tumbado en el cambiador a grito pelado y no ha parado hasta que ha conseguido que le quite el pijama y le ponga un modelito decente. Para la abuela. Cual ha sido mi sorpresa cuando la he pillado peinándose frente al espejo con un cepillo mientras ensayaba su elenco de caras adorables para asegurarse el vuelo de vuelta.
Si se cree que va a irse de rositas está muy equivocada. Por mucho que me traiga de cabeza lanzándose cual croqueta escaleras abajo. Por muchas veces que me la encuentre dentro del lavavajillas chupando los platos sucios. Aunque me saque una y otra vez los quinientos tuppers con sus quinientas tapas del armario. Por mucho que nos esconda la tarjeta de la televisión por cable en los sitios más insospechados.
Lo siento querida pero, por mucho que me saques de quicio una y mil veces, esa carofla de alemán beodo no quiero perderla de vista. Ni por todo el oro del mundo.
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