En 1992 se firmó el Tratado de la Unión Europea, en la localidad holandesa de Maastricht. Se modificaron, asimismo, los tratados fundacionales de las Comunidad. Y se anunció, entre los acuerdos, la introducción del euro. Se exigió a todos los países, que querían acogerse al uso de la nueva moneda, unas exigencias radicales que todos los comprometidos se obligaban a cumplir en una fecha determinada: “Consagración de la Europa de los ciudadanos, Establecimiento de una política exterior y de seguridad común, Promoción del progreso económico y social sin fronteras, Estrecha cooperación en el ámbito de la justicia y relaciones exteriores, Atribución de mayores poderes al Parlamento Europeo y la moneda que uniría a todos, el euro.
Esto último fue lo único que llegó al ciudadano como decisión pragmática, el euro. Se llevó a cabo el 1/1/1999, acordándose la nueva moneda europea sólo virtualmente. No llegó a circular hasta el 1 de enero de 2002. Los primero pasos fueron difíciles, pero al cabo de un año se podía decir que la mayoría de la población estaba perfectamente habituada a utilizar la nueva moneda. Todo el mundo auguraba una edad de Oro para los países de la Unión y el mismo dólar americano acusó la presencia del euro con cierto recelo.
Debo decir sin sonrojo –y lo escribí en aquellos días- que a mí me pareció un error iniciar la unión del continente más consolidado y culto del mundo, sobre unos fundamentos tan frágiles y efímeros como el dinero. Daba la impresión de que queríamos construir un continente de oro sobre arena. Con más o menos seguridades, los países vieron que se elevaba el nivel de vida sobre el de los otros continentes del entorno. Se abrieron las fronteras y se produjo un trasvase de la población juvenil para hacer turismo, asumir nuevas lenguas y utilizar la profesión propia en otras latitudes. Todo parecía ir sobre ruedas.
De pronto, cuando nadie lo esperaba, irrumpe la crisis en Europa y se destapa la realidad de los países europeos, con una población bastante deteriorada, que ha gastado más de la cuenta y esconde las deudas y los números rojos bajo las alfombras. La Comunidad comienza a contar los euros que existen en cada país con ínfulas fundamentalistas. Hay que cumplir las normas económicas quieran o no quieran, guste o no guste, y el que no esté de acuerdo que se eche la chaqueta al hombro y se vaya de la Unión. Lo dicen los dueños del dinero.
El pueblo se queda boquiabierto y no se lo cree, hasta que le dicen en su empresa que hay que reducir la plantilla o cerrar. La misma Europa se da cuenta que deshacer lo hecho cuesta mucho más que continuar el proyecto emprendido. Tímidamente se dice que hay que aprender la lección y poner unos cimientos más sólidos que el dinero: el compromiso, la verdad, la seriedad, la formación, el trabajo, la vida sana y el ahorro para conseguir todo eso. La suerte está echada,es imposible servir a Dios y a Mammon.
JUAN LEIVA