Revista Cine
Furia (Fury, EU, 1936), décimo-octavo largometraje de Fritz Lang (1890-1976) fue, también, su primera película hecha en Hollywood. Lang había llegado a Estados Unidos en junio de 1934, vía París, en donde había dirigido Liliom (1934) para la sucursal europea de la Casa Fox, manejada por otro alemán emigrado, su viejo amigo y productor Erich Pommer. Lang había huido de Alemania un año antes, el mismo día en el que un amable y untuoso Josef Goebbels le ofreciera ser la cabeza de la industria fílmica alemana del naciente Tercer Reich. En París, Lang había conocido David O. Selznick quien, ni tardo ni perezoso, le ofreció un contrato para hacer cine en la MGM al otro lado del Atlántico. Sin embargo, como había sucedido antes -y sucedería después y hasta el día de hoy-, Hollywood no supo qué hacer con el nuevo director emigrado, considerado uno de los cineastas más importantes de su tiempo, con películas de la talla de Los Nibelungos (1924), Metrópolis (1927), M, el Vampiro de Düsseldorf (1931) y, por supuesto, el díptico del Dr. Mabuse (1922 y 1933). Según Philip Kemp en su extenso ensayo sobre Lang para el primer tomo del tan plagiado World Film Directors (1890-1945), el cineasta alemán -quien se convertiría en ciudadano americano en 1935- estuvo en nómina en la Metro durante año y medio sin hacer nada. Cuando estaba a punto de finalizar su contrato, la MGM aprobó, para sorpresa de Lang, la realización de Furia. Joe Wilson (Spencer Tracy) es un ciudadano luchón y bienintencionado que no puede casarse con su novia Katherine (Sylvia Sidney) por falta de dinero. Conocemos a los dos cuando ella deja Chicago para irse a alguna pequeña ciudad en donde trabajará como maestra. Él se queda y le promete que hará todo lo posible para, honradamente, juntar el suficiente dinero para poder contraer matrimonio. Además del bien logrado escenario romántico, Lang y su coguionista Bartlett Cormack nos dejan regadas diversas claves dramáticas que serán fundamentales en el resto del filme: el gusto de Joe por comer cacahuates salados, un abrigo roto y remendado, la mala pronunciación de cierta palabra. El tiempo pasa. Joe se ha hecho de una pequeña gasolinera en donde trabajan sus dos hermanos menores y, dueño ya de su propio auto, viaja al pueblo en donde vive Katherine para casarse con ella. En el camino, en un pueblito llamado Strand, un ayudante de alguacil lo detiene: ha ocurrido el secuestro de una niña y todo sospechoso -es decir, todo extraño- debe ser llevado ante el sheriff (Edward Ellis). Joe llega a la comisaría y empieza el infierno: no tiene una coartada para la noche anterior -se quedó acampando al lado de la carretera-, es sospechoso por gustar de los cacahuates salados -la única pista de la policía es que uno de los secuestradores come precisamente cacahuates- y, para acabarla, uno de los billetes marcados con los que se pagó el rescate, aparece en su bolsillo. Joe es enviado a la cárcel de inmediato. Mientras esto sucede, el chisme ha corrido por el pueblo. Han capturado al secuestrador, de seguro es él, le han encontrado no cinco dólares marcados, sino cinco mil... ¡no!: ¡diez mil! Y, claro, como es un tipo que viene de Chicago, ya llegará algún importante abogado a liberarlo. La buena gente de Strand no puede permitir que esto suceda. No las encopetadas fuerzas vivas, no los malandrines que ahora se dan golpes de pecho, no las chismosas y chismosos que han hecho crecer el rumor como una avalancha. Antes de que llegue algún leguleyo a liberar a ese peligroso secuestrador, el pueblo entero -la señora de la esquina, la joven madre con su hijo en brazos, el venerable señor de bigote engominado, el adolescente desmadroso- marcha hacia la prisión a hacer justicia por su propia mano. Y si el sheriff no quiere entregar a ese detestable criminal, pues hombre, habrá que quemar la cárcel. Faltaba más. Vista casi 80 años después, la cinta conserva intacta su fuerza dramática. Como muchos (anti)héroes anteriores o posteriores en la obra de Lang, el Wilson de Spencer Tracy es presa de fuerzas que son muy superiores a él. Sin embargo, también como sucede continuamente en todo el cine de Lang, el destino puede que sea inevitable, pero esto no significa que nuestro (anti)héroe se declare derrotado de antemano. Los personajes de Lang nunca se dan por vencidos: avanzan, luchan, actúan. Esta característica, que ya estaba presente en su obra alemana, se vuelve mucho más clara en su cine hollywoodense. Apunté al inicio la sorpresa de Lang al enterarse de que la Metro había aprobado una película centrada en un linchamiento. En efecto, se trata de un filme atípico, por lo menos hasta el final, pues el retrato que hace Lang del "americano promedio" -tanto los pueblerinos de Strand como la propia víctima, Joe Wilson- es profundamente pesimista. Basta que alguien tenga una idea que parece aceptable desde la ignorancia y/o el prejuicio, para que uno lidere y los otros sigan. Uno avienta un tomate, el otro sigue con una piedra y el de atrás prende el fuego. Y, luego, basta que un hombre decente se convierta en víctima, para que salga lo peor de él que ha guardado reprimido. De hecho, las únicas figuras positivas en todo el filme resultan ser Katherine -que nunca pierde su integridad moral- y, no tan curiosamente, cierto barbero inmigrante que le recomienda a uno de los futuros linchadores que lea la Constitución. "Cuando me hice ciudadano tuve que leerla", dice el tipo llamado Sven pero que podría llamarse Fritz, "y te sorprenderías lo que hay en ella". El final domesticado de Furia -del que Lang siempre renegó- es el único gran problema de una película notable que, además, permanece como el ejemplo perfecto de un cine casi extinto, anacrónico, dominado por una exigente economía dramática. No sobra nada en la historia, cada personaje tiene una función, no hay diálogos banales y todo en 92 minutos. Ya lo apuntó David Thomson: Lang fue mejor cineasta en América porque aprendió a decir lo mismo y hasta mejor en la mitad del tiempo.