Furia, al maldito perro le llamaron Furia y ahí está, haciendo honor a su nombre, espatarrado sobre la moqueta gris pálido, gordo y gandul. Es un perro enorme, eso sí, un mastín blanco con manchas marrones color diarrea. Tiene los ojos tristones, como todos los perros del planeta menos aquellos genéticamente creados que tiene ojos no de furia, sino de locura. Furia no le lleva las zapatillas a papá ni deja el periódico lleno de babas. Furia no protege la casa y en vez de ladrar emite una especie de tos de fumador que le asusta a sí mismo. Furia no corre tras la pelota de tenis ni recoge palos por la carretera, tampoco olfatea a conejos ni a ardillas. Furia apenas responde si le llamas. “Furia, ven”, y como mucho levanta una de sus largas orejas peludas un poco. Furia no me recibe meneando la cola cuando vuelvo del instituto, supongo que ha detectado mi decepción. Yo quería un perro y no un felpudo. Hace tiempo protestaba a mis padres: “quiero un perro, quiero un perro”, pero esperaba un pastor alemán o uno de esos tan guapos que acompañan a la gente ciega. Desde que entré en el instituto, ya no me interesaba tener perro, era cosa de cuando era pequeño pero mi hermana insistía. Y ya en bachillerato, mis preocupaciones y voluntades son otras.
Tenemos jardín, así que, cuando quería un perro, tampoco quería una rata pelada ni con pelo, uno de esos perros que parecen hechos a la medida justa para poner el pie entre sus patas y “ale hop”, levantarlos por los aires hasta perderlos de vista detrás de alguna valla. “Quiero uno grande”, decía yo. Pero no viejo. Y tenía que ser nuevo, no de segunda mano como este. Porque Furia es de segunda mano, abandonado en la perrera municipal. Y es viejo. Tampoco quería un perro peligroso. Me parece que hay que ser idiota para tener un pitbull de esos que han nacido para hacer daño a otros, con su cara de profunda estupidez. Y tienes que tener un chándal chillón para sacar a pasear el maldito pitbull, sin chándal no se puede. O ser un rapero, es la otra opción. No quería tampoco uno de esos de moda, un noséqué francés, que les cuesta respirar y parece que se ahogan a cada paso. Yo quería un perro grande, nuevo y chulo. Tengo a Furia.
De vez en cuando Furia se levanta con pesadez y camina hacía la galería de la cocina, donde tiene su plato de agua y su plato de comida, bebe o come un poco, sale al jardín y se vuelve a acurrucar dentro de su casa de perro. Tiene una aunque la mayoría del tiempo está en nuestra casa. Mía, de mis padres y de mi hermana. Mi hermana adora a Furia, solo llegar de la escuela se abalanza sobre él y lo abraza hasta casi ahogarle, le dice cosas, le sujeta la cara como si fuera a besarle. Pero Furia no responde demasiado, no se excita ni se levanta ni nada. La mira, mira a mi hermana como preguntándose quién es esa pesada. Y es que mi hermana es muy pesada a pesar de estar delgada como un palo y ser pequeña. Es como un dolor de cabeza. Podría decir sin demasiadas dudas pero con bastante rencor, que fue ella quien eligió a Furia. Fuimos a la perrera los cuatro: mamá, papá, mi hermana menor y yo. Mientras yo miraba tiernamente a los cachorros del aparador, mi padre maquinaba con el dependiente para quedarse un perro usado, independientemente de mi opinión. El hombre nos hizo pasar a la parte de la trastienda, un patio interior grande con algunas jaulas cerradas, en cada una había dos o tres perros. Pequeños, grandes, medianos, feos, bonitos, valientes, cobardes, tristes, más tristes, callejeros, de raza aparente, gordos y delgados. Todos ladraron cuando nos vieron, algunos ponían su mejor cara como si quisieran rogar que nos los quedáramos. Pero mi hermanita se encariñó del único que no se movió. Allí, tumbado sobre el frío hormigón de su jaula de metal. No intentó seducirnos con sus encantos cánidos, simplemente se quedó allí, y dudo que nos mirara. Mi hermana lo señaló, mamá dijo que le parecía bien, el dueño de la tienda de animales explicó que era un perro abandonado, encontrado por las calles. Yo señalé un setter irlandés delgado y elegante, pero no. Les gustaba Furia. Empezamos mal, el perro y yo.
Con mi disgusto por tener eso perezoso, tarde, en lugar de un eso juguetón y simpático, cuando lo quería, lo llevo a pasear todas las mañanas y todas las tardes antes de cenar. Los paseos se hacen muy largos. Furia camina como si le fastidiara, como si se tratara de una faena para él. Salimos por el parque que hay al lado de nuestro vecindario, uno grande con espacio para que los animales corran y se olfateen y dejen rastro en farolas y árboles. Furia no corre, anda. Con sus cuatro patas gruesas y cortas en comparación con el cuerpo. Se para en algún árbol, yo creo que para disimular, huele y levanta con esfuerzo su pata trasera para dejar caer algunas gotas de testimonio. A veces me acompaña mi hermana a pasearlo, pero últimamente me lo monto para que no sea así. Voy más tarde de lo normal, salgo sin avisarla o me pongo borde con ella y entonces cree que me da plantón quedándose en casa y me deja solo, y ella contenta por hacerse la dura conmigo.
Y no dejo que me acompañe porque en el parque conocí a una vecina, a una mujer mayor que yo, que pasea su labrador color canela. Y resulta que a esta mujer le gusto. Al principio, he de reconocerlo, me costó pillar las señales: siempre venía a saludar, cada vez llevaba escotes más abiertos o faldas más cortas, iba adquiriendo posiciones más provocadoras conmigo, se acercaba tanto que me era imposible no oler su perfume. Su marido trabaja mucho, dice, y pasa de ella. Una historia que descubrí luego que ni es original ni es del todo cierta. Su marido está liado con una universitaria mucho más joven y ella quería venganza, eso lo adiviné cuando escuché accidentalmente una conversación suya con una amiga. Estaba furiosa con él: ella que seguía siendo atractiva, que se esforzaba en que fueran felices, ella siempre fiel. Y se topó conmigo, casi pardillo, con solo alguna historia detrás y casi virgen, solo un intento zarrapastroso que no consiguió que bajara mi concepto de sexo de las nubes.
Hablamos de libros y de cine y de la amistad y de la vida, tiene una conversación entretenida y diversa y yo intento estar a su altura. Lo intenté desde el primer día ya que mis fantasías siempre se me adelantan. Un atardecer me besó detrás de un árbol, otro me metió mano sentados en un banco del parque, más adelante me dijo que quería enseñarme algo. En su casa, con fotos de ella y su marido por diferentes sitios, me enseñó la inmensa discografía que ambos habían ido coleccionando, en vinilo, a lo largo de los años, gracias al hecho de que él es licenciado en Historia de la Música y profesor y tiene contacto con discográficas importantes. Y mientras yo repasaba la estantería de música indie, ella se desnudó y me tumbó en el sofá. Me folló, porqué yo apenas hice nada, con furia, mientras Furia y el labrador esperaban en el jardín.
A medida que nuestros encuentros se han ido volviendo habituales, a medida que la venganza dejó paso al deseo y que todo ha ido fluctuando, sacar a pasear al perro ya no me molesta. Le he cogido cariño al enorme mastín gandul y creo que él se ha acostumbrado a mí y también me ha ido cogiendo cariño, se le nota más animado, a veces trota, olfatea a otros iguales. A medida que nos hemos ido conociendo, el afecto ha crecido. Ya solo hay una Furia, y es un perro.
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