Aquella mañana, mientras apuraba el café del desayuno, miré por la ventana y comprendí el significado del brillo de las aceras tras la lluvia. Al
menos lo que significaba para mí. El agua parecía comunicarse conmigo
a tan temprana hora y escribía su mensaje sobre el suelo reluciente, con
gotas en vez de con palabras.
Seguramente era una ensoñación, algo ilusorio que ocurría en mi mente cada
vez que me quedaba mirando fijamente cualquier cosa, llámese un cuadro, la
tele apagada o el trasiego de la gente allí abajo en la calle, la misma calle que
hoy se despertó mojada. A veces dudo de que mi cerebro, en estas ocasiones,
tenga la libertad de decidir esto o lo otro. Es un mecanismo inconsciente que
obra en mí a su antojo cada vez que me quedo ensimismado mirando algo,
totalmente absorto, abducido por lo contemplado. Y así estaba yo, como tantas otras veces, con la taza de café en la mano,
con la mirada perdida en la lluvia caída que lustraba el suelo como un espejo.
Y el mensaje que recibía consistía en que aquello era sin duda un indicio,
una señal del comienzo de la catástrofe: el mundo se licuaba irremediablemente. La ciudad se disolvía poco a poco hasta acabar desapareciendo. Se
hacía necesario pues irse inmediatamente de allí; pero me sentía incapaz de
moverme del lugar. Parecía petrificado, impávido, la mirada perdida tras el
visillo de la ventana, contemplando sin demasiado entusiasmo las calles tras
el chaparrón, los coches relucientes, los charcos formados en la calzada
reflejando el cielo cuajado de nubarrones grises alternando con diminutos
huecos de un azul intenso, la sensación de humedad penetrando por mis
ojos y mi piel a través del cristal salpicado de gotas, trepando como impulsos
eléctricos por mis terminaciones nerviosas y por mis músculos hasta llegar
a los huesos.
En ese momento me di cuenta de que mis manos estaban húmedas. No hacía
calor y sin embargo tenía la sensación de manos mojadas. Mis dedos empezaron a gotear. Contemplé horrorizado cómo, a medida que esto ocurría, se iba
formando un pequeño charco debajo de mí, como ocurre cuando caen al suelo
unos cubitos de hielo y se van deshaciendo mientras menguan lentamente.
Entonces comprendí que me estaba licuando, como la nieve en las cumbres, como
la ciudad, como el mundo. Y que ya era tarde para escapar, para emprender mi huida.
Demasiado tarde.
Revista Cultura y Ocio
Aquella mañana, mientras apuraba el café del desayuno, miré por la ventana y comprendí el significado del brillo de las aceras tras la lluvia. Al
menos lo que significaba para mí. El agua parecía comunicarse conmigo
a tan temprana hora y escribía su mensaje sobre el suelo reluciente, con
gotas en vez de con palabras.
Seguramente era una ensoñación, algo ilusorio que ocurría en mi mente cada
vez que me quedaba mirando fijamente cualquier cosa, llámese un cuadro, la
tele apagada o el trasiego de la gente allí abajo en la calle, la misma calle que
hoy se despertó mojada. A veces dudo de que mi cerebro, en estas ocasiones,
tenga la libertad de decidir esto o lo otro. Es un mecanismo inconsciente que
obra en mí a su antojo cada vez que me quedo ensimismado mirando algo,
totalmente absorto, abducido por lo contemplado. Y así estaba yo, como tantas otras veces, con la taza de café en la mano,
con la mirada perdida en la lluvia caída que lustraba el suelo como un espejo.
Y el mensaje que recibía consistía en que aquello era sin duda un indicio,
una señal del comienzo de la catástrofe: el mundo se licuaba irremediablemente. La ciudad se disolvía poco a poco hasta acabar desapareciendo. Se
hacía necesario pues irse inmediatamente de allí; pero me sentía incapaz de
moverme del lugar. Parecía petrificado, impávido, la mirada perdida tras el
visillo de la ventana, contemplando sin demasiado entusiasmo las calles tras
el chaparrón, los coches relucientes, los charcos formados en la calzada
reflejando el cielo cuajado de nubarrones grises alternando con diminutos
huecos de un azul intenso, la sensación de humedad penetrando por mis
ojos y mi piel a través del cristal salpicado de gotas, trepando como impulsos
eléctricos por mis terminaciones nerviosas y por mis músculos hasta llegar
a los huesos.
En ese momento me di cuenta de que mis manos estaban húmedas. No hacía
calor y sin embargo tenía la sensación de manos mojadas. Mis dedos empezaron a gotear. Contemplé horrorizado cómo, a medida que esto ocurría, se iba
formando un pequeño charco debajo de mí, como ocurre cuando caen al suelo
unos cubitos de hielo y se van deshaciendo mientras menguan lentamente.
Entonces comprendí que me estaba licuando, como la nieve en las cumbres, como
la ciudad, como el mundo. Y que ya era tarde para escapar, para emprender mi huida.
Demasiado tarde.
