La ciudad se paraliza, la gente sale del trabajo un par de horas antes de que inicie el partido, esto si es que fueron al trabajo, y aunque los minutos previos son de frenesí por encontrar el mejor lugar para ver cómodamente el encuentro, es un asunto de suerte encontrar a última hora una buena locación.
Es el caso del centro comercial, el cual se convierte en la sala de todos los presentes, hay comida, hay bebida, hay felicidad, hay discusión, hay comentarios sobre el fútbol, abunda la ropa cómoda, el colorido, todo esto previo a que ruede el balón. Resulta increíble ver cómo es que se deja esta herencia para los más jóvenes, que en la mayoría de las ocasiones celebran estar rodeados de gente, pero que sin duda viven de manera distinta lo que sucede.
El pitazo inicial ensordece el ambiente, el júbilo de los asistentes se hace sentir, debe llegar muy seguramente a los oídos de los jugadores, que a kilómetros de distancia quieren comerse a goles al rival. En un vaivén de emociones se convierte cada asistente, hasta que avanzados los minutos, cuando a casi todos les cuesta parpadear para atender el partido, en un solo organismo, que grita, se levanta, se toma la cabeza, y le recuerda cada que pueda la madre al árbitro o a cualquier jugador del equipo rival.
El final de cada buen partido es incierto, son inciertos los marcadores, y esto alimenta a las casas de apuestas, pero más incierta es la sensación de la derrota, cuando aquel ambiente de optimismo se rompe con ese pitazo que solo es agradable escuchar cuando estás por encima en el marcador, más cuando es una fase tan definitiva que te envía directo a casa, después de hacer una campaña ganando todos los puntos y sin goles en contra.
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