Por Sergio Pujol
Tampoco hacía canciones pensando en la fortuita posteridad; al menos no en primera instancia. Era un cantautor de fino pensamiento y de una agudísima percepción del tiempo presente. Era contemporáneo en el sentido existencial del término, no por simple capricho de la naturaleza. Quizá por eso reverenciaba la interpretación en vivo. El convivio teatral era su situación perfecta; encontraba allí el sentido de su vida. Cabe recordar que uno de sus mejores discos, El lapsus del jinete ciego, fue grabado en el teatro ND Ateneo, aunque sin público. Puesto a optar, Gabo prefería un teatro vacío antes que un estudio de grabación. Prefería la cuarta pared ancestral antes que el panóptico de la industria cultural. No era cábala ni excentricidad: sencillamente quería cantar como si estuviera frente al público. O frente a los fantasmas de un público.
Empezó en Porco, una banda de sonoridad voluminosa y frases filosas que, en el etiquetamiento un tanto descuidado, ha quedado registrada como de “hardcore” (Ahí ya estaban las líneas poéticas de Gabo, acaso en ciernes). Una noche en el Hotel Bauen dejó la guitarra, se alejó del micrófono y de sus compañeros y se fue de ahí, lo que en cierto modo pudo interpretarse como un éxodo del rock. Los seis o siete años siguientes Gabo estudió Historia en la UBA. De esa formación surgió una tesis de maestría de temática un tanto bizarra pero no completamente desconectada de la poética de sus canciones: Barbarie y civilización: sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas (1835-1852). A partir de ese momento, Gabo volvió a – y no dejó de - cantar en público, grabar discos y obviamente escribir canciones a un ritmo no frenético pero intenso. Así devino solista extremo: más allá de algún piano leve en sus discos y ciertas colaboraciones luminosas, sus performances fueron sólo suyas y de su guitarra acústica (o mejor dicho; criolla, con cuerdas de nylon).
Su primer disco, Canciones que un hombre no debería cantar, fue un debut perfecto, de tono juglaresco, formas estróficas clásicas y una predilección por el ritmo del vals que lo acompañaría siempre, acercándolo más a la chanson francesa o los valsecitos criollos que a Johannes Strauss. Aquel primer disco tenía también un aire a María Elena Walsh, sobre todo en “Sobre madera” y “Malas palabras”. Pero la canción que más sonó fue “El amigo de mi padre”, un ritmo de gato sobre el que se sostenía una historia de amor gay. Muchos años después de que Moris grabara “Escúchame entre el ruido”, ya en un marco sociocultural diferente, Gabo pudo ironizar sobre una situación medianamente naturalizada: “Mi padre era mejor padre/ cuando su amigo venía…”
En los discos siguientes – Todo lo sólido se desvanece en el aire, Mañana no debe seguir siendo esto, Amar, temer, partir, etc. - Gabo fue soltando su voz, explorando el registro, la técnica del falsete y el vibrato para lograr expresividad e intensidad dramática. Un sistema de fonación alerta. Mientras otros cantautores confiaban en los versos más “dichos” que cantados, Gabo se erigió como un cantante cautivante en sí mismo, capaz de marcar notas con precisión o elongar sílabas en delicados portamentos. El “buen cantar” fue para él fundamental. Era un guitarrista discreto, como solían serlo los cantores nacionales de los años 20 y 30. Quizá como ellos, Gabo hizo de su voz no sólo un instrumento, sino el espacio que habitaban sus canciones. Espacio íntimo, como en “Lo que te da terror” (hay una hermosa versión de Gaby Comte), o de tremendismo casi tanguero, como en “Devorado los perros”. Si lo escuchabas con atención, Gabo te dejaba sin aliento.
A veces empezaba muy arriba (“Siempres”) y uno se preguntaba cómo haría para seguir sin desfallecer. Pero tenía resto, siempre lo tenía. Su voz podía sonar crispada pero nunca exigida: era certera como una flecha diestramente arrojada. Más como inspiración que como inventario, en su voz retumbaban los ecos de otras voces, las que seguramente había escuchado con la pasión que lo guio a lo largo de su vida. Las del primer rock argentino. Las de Favio y Ginamaría Hidalgo. Las de Yupanqui y Cafrune. Las de Raphael y Paco Ibáñez. Las de Chavela Vargas y Rufus Wainwright. Y las de tantísimos espectros sin nombre, anónimos, suspendidos en aire. “Todas las cosas que no tienen nombre/ vienen a nombrarse en mí”, cantó en su último disco, Su reflejo es el lobo del hombre.
En ningún caso los recursos de aquella voz poderosamente timbrada relegaron las letras a un segundo plano ni a ser un resignado significante, juguete de la música. Por el contrario, la evolución literaria de Gabo fue notable, con un amplio arco de temas en general orientado a la expresión del deseo (“El beso urgente”), los dilemas del amor (“Cuando el amor no entra”), las historias cotidianas de la gente común (“La cabeza de la novia cayó sin su velo”), las formas reales e imaginarias de la paternidad (“Dios me ha pedido un techo”) y la interrogación metafísica como sostén filosófico de su arte (“La silla de pensar”). Tenemos derecho a sospechar que aún no hemos aprendido sus letras con la debida atención.
Gabo Ferro fue un creador popular “serio”, pero nutrido en igual medida de alta cultura y cultura camp: había leído a Antonin Artaud (lo revisitó junto al artista interdisciplinario Emilio García Wehbi en Artaud, lengua madre) y cantó en la ópera del compositor y ensayista Abel Gilbert El astrólogo (un cuadro), al mismo tiempo que reivindicaba al Leonardo Favio cantor y recordaba con amor los sobreagudos con los que Ginamaría Hidalgo perforaba el techo del Luna Park. Lo que en otros podía sonar a pose posmoderna, en Gabo estas afinidades electivas eran honestas, en ellas estaba inscrita su propia biografía. Hijo de familia obrera de Mataderos, Gabo trazó una parábola vital entrañablemente argentina.
No fue un artista de fusión en el sentido de hacer de cada canción un posible esperanto. Prefería en cambio moverse por determinados ritmos y formas tradicionales para expresarse a través de ellos con gran libertad. Fue, al decir de Martín Graziano, un artista en estado de riesgo, especialmente cuando, a partir de 2010, exploró la colaboración autoral con el escritor Pablo Ramos y más tarde el dueto con la notable Luciana Jury. Con esta última Gabo realizó el álbum El veneno de los milagros. La rítmica - el vals y la milonga, principalmente - fue el salvoconducto que ambos hubiesen podido mostrar en festivales de folclore en caso de apriete tradicionalista. No fue necesario, por suerte. Lo que Ferro-Jury hacían era un canto doble - no siempre un dúo en sentido estricto- que llevaba la voz a su región más caliente, a un límite. ¿Folk expresionista? Ella venía del folclore, pero desafiándolo. Él venía de la cultura rock, pero hacía tiempo que ya no estaba ahí, no del todo. Juntos ponían en práctica una política de lo acústico y la palabra en un mundo eléctrico y aturdido.
Gabo se alejó de la idea de que debe cantarse dentro de un estilo popular determinado, como quién debe fidelidad eterna a una familia de sangre. Su transgresión –si es que vale este término; no era un provocador en el sentido punk del término – se extendió también a la cuestión de género. “Es una cuestión central en mis canciones”, le contó a Mariano del Mazo en una entrevista en Radar, a propósito de la salida de El lapsus del jinete ciego. “No hay modelo. Así es el mundo, así es el sujeto contemporáneo. El sujeto ya no se define por lo masculino o lo femenino. Intento incluir en mundo a ese sujeto.”
Pues bien, nunca olvidaremos su intento de incluir a ese sujeto en el mundo. Su voz seguirá sonando entre nosotros, así como otras voces lo hicieron en él a lo largo de 54 ciclos completos de una vida.
Sergio Pujol - Historiador y escritor. Su libro más reciente se titula "El año de Artaud. Rock y política en 1973" (Planeta, 2019). (www.sergiopujol.com.ar)