Revista Cultura y Ocio

Gacelas en endecasílabos

Por Calvodemora
 Me agrada todo lo inconfundiblemente victoriano. Percibo en esa suntuosa declaración de empaque mobiliario una invitación al recogimiento que no encuentro en otro atrezzo de menor fuste óptico. Hace un momento, al levantarme, he recordado el sueño que ha atravesado mi descanso. Una especie de violenta acometida de gacelas penetraba, sin que hubiese un motivo evidente, en uno de esos jardines británicos, a los que los mayordomos dispensan enormes atenciones y que sirven para celebrar el amor al te y a las cotilleos de sociedad. De lo sueños, a lo sumo, extrae uno gacelas, jardines primorosos, la sensación de que ha sido una travesía alocada de la que no podemos contar nada de modo fiable. La única condición indispensable es la de imprecisión. En mi caso, una imprecisión a veces un poco turbia, como de cuento invertido, colocado cabeza abajo y sometido a un alocado forcejeo. No se sabe realmente qué hacer después con las briznas de sueño aprehendidas nada más abrir los ojos. Si confiarlas a la mujer, que duerme al lado, y lo conoce a uno más que uno mismo o si, en cambio, reservarlas, aceptar que no dicen casi nada o que, diciéndolo todo, no hay manera de que podamos sacar beneficio, una utilidad con la que negociar después las cosas de la vida. Se irán a lo largo del día mis gacelas victorianas. Se perderán en un remanso del ajetreo de la mañana, entre la clase de inglés y la de lengua española, en un pasillo, inverosímilmente, con la misma fantasmal capacidad de hechizo con la que acudieron. Esta noche no sabré ni siquiera a qué vino este escrito. Nada que no suceda a diario, por otra parte. Esto último me ha quedado francamente muy inglés.
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Tus padres se habían ido a no sé dónde y la casa quedó para nosotros. Creo que hay un poema de Luis Alberto de Cuenca que empieza así. Estaría bien vivir en un poema de Luis Alberto de Cuenca. Que te dé por cortejar hijas de padres cultos y mientras que planeas el modo de hacer que todo se maneje con docilidad y el amor no irrumpa con estrépito puedas observar anaqueles reventones de libros. La Iliada. Moby Dick. La biografía de Marco Polo. Las obras completas de Kafka. Una enciclopedia en alemán. Un tocho inabarcable sobre los barcos que cruzaban el Atlántico y traían tabaco y cuentos de ultramar. Pero la vida nunca te hace estos regalos y lees a Luis Alberto a primera hora de la mañana, antes de ponerte a funcionar como un impecable robot japonés al que le han extirpado todo sentido de la belleza. Queda la serena fragancia de la voz del poeta, recitando, inclinando el tono, auscultando el aire con la contundencia de quien se sabe dueño de un oficio antiguo.

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