GAFAS NUEVAS
No sé qué estoy haciendo. Son unos cuantos años de diferencia los que me llevo con mi hermano y pese a habernos matado cuando era más pequeño, siempre estoy aquí para él.
Recuerdo que el día que llegó a casa me enfadé porque nadie me consultó. Yo no lo quería en nuestras vidas. Además, mamá siempre estaba encima de él… Y ahora… Ahora, ¡miradle!
Izan sale del cole con una de las varillas de sus gafas rota y pegada con dificultad con cinta adhesiva. La rompió un día jugando a futbol. Es tan torpe… ¿De quién habrá heredado esa capacidad que tiene para ir vendado dos o tres veces al mes? Viene hacia mí y me pregunta con esa carita suya:
—Rubén, ¡mamá está en casa! ¿Vamos? —dice saltándome encima.
—Mamá no está en casa, Izan. Está ocupada.
En realidad es mentira y el mohín que hace frente a mi respuesta me dice que él ya lo sabe. Cree que no me doy cuenta, pero todas las noches, puedo escucharle llorar y verle caer dormido por agotamiento. Tiene siete años y necesita el calor de su madre, calor que hacía tiempo no teníamos ninguno de los dos.
—¡Pero hoy teníamos que ir a comprar unas gafas nuevas! —dice enfadado.
—¡Pues no podemos ir, Izan! —contesto, arrancando el coche para ir a casa de nuestro padre.
—Y si mamá dijo que iríamos hoy, ¿qué está haciendo? ¿Por qué siempre está ocupada? ¿Y por qué, cuando está en casa, siempre está durmiendo? —quiere saber.
Oigo mis tripas. Hace dos días que como poco porque en casa nos falta el dinero. Mi madre trabaja de noche y no acude hasta las tantas de la madrugada; y, ¡eso si acude! De vez en cuando, no le vemos el pelo en tres o cuatro días sin saber nada de ella.
Cuando llegamos a casa de mi padre, cogemos lo que podemos del frigorífico. Si no soporto ver a mi madre por lo que nos está haciendo pasar, aún puedo ver menos a mi padre.
Después del divorcio y de recordarme que todo había pasado por mi culpa, por haber nacido, decidió irse a vivir la vida de soltero que no disfrutó porque era demasiado joven. Así que como no tenía ganas de estar mucho en su casa, volvimos a subir al coche y, mi hermanito y yo nos dirigimos al club.
—¡Hombre! ¿Quién está por aquí? ¡Si es mini Rubén! —exclama mi mejor amigo a Izan— ¿Qué te cuentas, renacuajo?
—Jaime, deja en paz al niño… —y me río por lo bajo.
El club es lo que yo considero mi casa. Mis amigos no son lo que se dice muy buena compañía pero nos cuidamos los unos a los otros. Es una mierda tener que hacerte el fuerte y encargarte de un hermano pequeño cuando tienes la edad de salir con los amigos y no preocuparte por mucho…
Pero ni Izan ni yo tenemos la culpa de las movidas de nuestros padres, así que cuando él se pone a hacer los deberes en la mesa de la sala donde nos encontramos, yo pillo un poco de hierba, la trituro con el Grinder, la pongo sobre el papel y lo lío para empezar a disfrutar de un buen porro.
Me gusta fumarlos. Me gusta porque cierro los ojos, me relajo y entonces sueño.
—Rubén, ¿tienes sueño? —pregunta inocentemente Izan. Y yo me echo a reír porque sí, porque pienso que es divertido.
—Venga, mini Rubén, ¡que tu hermano se parte de risa con la medicina!
—¡Yo también quiero! —dijo el pequeño.
—¡Ni hablar! —miré a Jaime.— Y Jaime, ¡tú, a callar! —Y mi amigo ríe porque no es capaz de hacerle daño al pequeño, y mucho menos de traicionarme.
Izan sonríe, sonríe porque se contagia de nuestra risa floja pero no tiene ganas. Insiste en volver a casa, en que seguro que mamá ya está allí. Y yo pienso en ella. Una madre que dice que siempre está trabajando, cosa que no entiendo, porque el dinero nunca llega a casa para comprar unas gafas nuevas a mi hermano, para comida o para ropa. ¿De verdad nos merecemos esto?
No puedo hacer mucho más, así que vuelvo a dar una calada al porro y me pongo a llorar como un niño pequeño a espaldas de Jaime jugando con Izan.
