Búho campestre de las Galápagos. Islas Plaza Sur. Crédito: Natalia Ruiz.
Un tremendo secarral. Una isla pequeña en la que queríamos ver a las iguanas terrestres disputándose el silencio. En esa isla la lucha por la supervivencia (la nuestra) parecía limitarse a la búsqueda de sombra. De hecho, hablando de sombra y siendo prosaica, hay una cosa que discutí con mi compañera de viaje: cómo era posible tenernos una hora a pleno sol, de pie, casi sin movernos, para luego enseñarnos algo que se veía en diez minutos caminando. Insolación garantizada. Guiris en desmayo. Crisis de deshidratación. A mi cabeza venían imágenes de los guiris que nos rodeaban cayendo plomizos al seco suelo, y yo no me veía arrastrándolos por la pasarela hasta la barca neumática que nos llevaría al barco para salvarles la vida. No.
La escena pasó por mi cabeza cuando ya llevábamos casi media hora parados al lado del muelle sin haber empezado la visita. Me estaba impacientando…
Lo que me apetecía era caminar, mirar, investigar, observar lo que me rodeaba. Avanzar, aunque fuera mínimamente, para alimentarme del color de una planta, de una pluma suelta en el suelo, de una piedra cuyo tono cambia ligeramente, de las púas de las opuntias… El guía seguía con su narración, un grupo de unas diez personas allí, quietas, y yo ansiosa por poder moverme. Por empaparme. Quería escapar, pero permanecía educadamente atada al grupo. Escuchaba atenta por si contaba algo nuevo que no supiéramos ya (habíamos hecho nuestros deberes, yo algo menos, debo reconocerlo, pero ya conocía la mayor parte de las características de las especies que poblaban la isla).
Hicimos, por fin, nuestro recorrido (que dio para mucho para lo pequeña que es Isla Plaza Sur) y, cuando ya nos íbamos, algo que no sabía ni que pudiera existir en uno de esos entornos: un búho.
Un precioso, pequeño, despierto y atento búho marrón que nos miraba ausente. El guía nos dijo que éramos muy afortunados, que no era común poder verlos en esa zona. Allí, señoreando en su sombra de opuntia, este búho campestre de las Galápagos (Asio flammeus galapagoensis) nos observaba mientras pestañeaba a cámara lenta, dueño del tiempo. Probablemente estaba descansando. O tal vez vino para ver qué hacía un grupo de incautos una hora al sol. Sea como fuere, nos marchamos todos satisfechos. Incluso yo. O, más bien, sobre todo yo.
“Tanta vida en un espacio tan pequeño”, pensaba.