Revista Cultura y Ocio
IHumbert Humbert siempre me pareció un pobre hombre. Nunca le tuve como uno de esos personajes a los que se les procura afecto y de los que uno extrae enseñanzas nobles y maneras con las que ir sorteando los avatares de la existencia, pero era admirable su franqueza en la comisión del delito. Me pareció ya desde las primeras páginas de Nabokov o en las escenas que abren la Lolita de Kubrick, un hombre desgraciado que comete la vileza de encariñarse de un nínfula, a decir suyo, de una niña metamorfoseada en su cabeza en un objeto idílico y fervorosamente concupiscible. Humbert Humbert es también un miserable. La belleza con la que aspira a ser juzgado, ese ideal de belleza clásico, imposible de racionalizar, se empecina a veces en malograr la vida de quien la siente y de algunos que le rodean. Es la idea antigua de que la belleza, en el fondo, es un elemento hostil y causa dolor y acarrea llanto. Y será convulsa, o no será, como dejó escrito Breton. Es también la idea - no necesariamente antigua esta vez - de que la belleza es una adicción al modo en que lo son ciertos elementos químicos y actúa como lo hacen ellos y precisa desintoxicación en la medida en que se precisa con ellos igualmente.
IIYo creo que una de las funciones del buen librero es precisamente es la de jugar con el lector, la de ofrecer una parte de la trama, escamoteando quizá lo relevante, evitando que el comprador se distraiga con información secundaria o incluso que no caiga en la cuenta de que el propósito del libro (todos tienen uno) es otro, distinto al evidente, más subversivo y temerario. A mí siempre me gustaron los libreros que dejaban caer una confidencia personal, pero también he conocido alguno que te destripaba la historia o te torpedeaba la compra con anécdotas sobre las circunstancias en que lo leyó o de cómo le marcó. Sé dónde compré Lolita. Era una pequeña librería/papelería de barrio que ya no existe, ocupada por los universitarios de la facultad de Magisterio, que tampoco está ya, aunque el edificio, uno alto, de un minimalismo atroz, sigue ahí, erguido como un símbolo de algo que irremediablemente sucumbió a la atracción de la periferia, como los cines de barrio y las pequeñas tiendas de comerciantes modestos. Ahora, treinta años más tarde, más tal vez, solo perdura Humbert Humbert y mi Lolita: la aventura equinoccial de un señor muy culto que de pronto se siente perturbado y decide inmolarse (a los ojos de la justicia y de la sociedad biempensante) por el amor de su nínfula. Lo dice con embeleso absoluto: Lo-li-ta, "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta."
IIIEl amor hacia el libro de Nabokov es un poco como el amor que H.H. profesa hacia su pequeña diosa. La vida adulta tiende a convertir en pecado lo que en la juventud solo alcanza el rango de juego. Leí Lolita hacia los dieciocho y después, en varias ocasiones, normalmente en verano, apurándola en tragos de muchas páginas, en seis o en siete sentadas. Hay muchas lecturas del libro. Están las de una narratividad más visceral y también hay algunas que entrevén la lujuria o su evidencia terrena menos carnal, pero también más dolorosa: su imposibilidad, la certidumbre de que hay algunos deseos que no pueden ser cumplidos, por más que pesen y cuenten y de ellos se haga el edificio de una vida. Es lo que le pasa al pobre Humbert Humbert, nuestro descarriado héroe pecaminoso, el sujeto que inventó Nabokov para que Lolita tuviese su juguete perfecto. Todo está impregnado de belleza, incluso una belleza dolorosa. Vuelve el dolor, vuelve sin fractura. Yo creo que esa es la enseñanza máxima de Lolita: que la única religión posible es la belleza, que ella gobierna el caos del mundo y lo vuelve a centrar de nuevo, que el género humano solo ha intentado acercarse a ella y ha librado batallas enormes (con los demás y dentro de su propia alma) para venerarla y dejar que su presencia administre los días en este enfangado y triste mundo que nos rodea. IVVladimir Nabokov es, en la memoria de un cinéfilo, James Mason, Mason arrebatado y sublime, al ver a Lolita en el jardín, coqueteando con el aire, convirtiendo a su personaje Humbert Humbert en un zombi.La literatura, la alta y la baja, están sembradas de zombis. En ocasiones incluso la gran literatura es un juguete en manos del cine. Una extensión un poco bizarra de sus más elementales signos. Y queda la nínfula, la caprichosa mujer sin acabar a la que el azar dispuso la entera inteligencia del amante ciego y exquisito para manejarla a capricho y terminar por retorcerla y arrumbarla en el caos y en la más solitaria de las miserias. Porque quizá la enseñanza más radical de la obra de Nabokov sea justamente ésa: el imperio absoluto del vicio sobre la tiranía del progreso y de la razón, la metástasis que sufre el alma y afecta progresivamente al cuerpo hasta que Lolita (dígase lo-li-ta) ocupa a Humbert Humbert por completo y lo programa para que se afirme en su sed y se esmere en su adicción impronunciable y muere cien veces antes de que la muerte lo alcance.