Revista Cultura y Ocio

Galería de favoritos 109 /Francisco de Quevedo

Por Calvodemora
Galería de favoritos 109 /Francisco de  Quevedo
      A Antonio Osuna, que me preguntó si yo era más de Quevedo o de Lope de Vega mientras apurábamos unas cañas

Me gusta el exceso, a veces tanto como su reverso, la mesura. Caso de que se me haga elegir, prefiero excederme, no dejar nada que pueda decir o hacer, pero hay veces en que lo dicho o lo hecho te vienen en contra más tarde, incurres en la precipitación, razonas que hubiese sido mejor recular, no dar tanto, guardar una palabra o un gesto. En la vida, como en la literatura, no tienen que reñir las dos disciplinas, hay una querencia por el exceso, una especie de afición generalizada por la incontinencia. Alambique puro, voluta mecida en oro.
Quevedo dijo de Góngora que era un perro de los ingenios. No habiendo nada más peligroso que el aburrimiento, la escritura de Quevedo (o la de Góngora, me valen ambos) era droga dura, una adicción que consuela el devastador abrazo de la rutina. Debiéramos vivir afiliados a esos extremos, dar el alma en lo que se dice o en lo que se escucha, viene a ser la misma cosa. No dar ninguna conversación por sencilla, enredar en ellas los nudos de la ocurrencia, someter al léxico a la más exigente depuración, o al mayor delirio, según convenga, quién sabe. Vale la valentía, ella es la que a veces capitanea la prosperidad de las civilizaciones.
En lo que sé, Quevedo fue valiente. La osadía distrae del miedo, como la risa, lo dejó escrito Umberto Eco en El nombre de la rosa. Fue cabal Quevedo (qué cartesiano lo de cabal) y provocador también. Lo uno y lo otro. Andaría ahora de juzgado el juzgado; sería carne de denuncia, agitador cultural, con deleitable saña semántica, zahiriendo a diestro y a siniestro, no dejando cabeza en su trono, llama en su vela. Lo haría por el sencillo placer de molestar, costumbre mal considerada en estos tiempos neutros, un poco bobos y puritano, cuando la pureza es lo contrario a la vida. Así que Quevedo es un vividor, entiéndase ese atributo (cuánto se pierde no siéndolo) como un don. Cobra más sentido cuando el tornillo de las palabras no se ajusta al hueco que dejan. Entonces acude el talento, la violencia incluso. Quevedo es un transgresor, lo cual le faculta para acomodar las herramientas más rudas a su pensamiento o a descerrajar la realidad con los instrumentos de más contundencia, sea sonora o léxica. 

Yo prefiero su vena satírica a la más clásica, que es la religiosa. La bis cómica extrae más mordacidad, no se discute eso. La voz de lo sacro debe ser contenida, no darse en fiera contienda, apartar la sombra con la injerencia clemente de la luz, pero no acudir a la llama (como suele en su estilo pagano) que provocará el blanco fuego, aunque reconozco que lo contemplativo es lo que probablemente más satisfacción le procurase. Deslumbran más (porque somos más impresionables con el desorden) las letrillas y los romances de tono satírico o los sonetos de declarado arresto amoroso. 

Hace tiempo que no me siento a leer a Quevedo. Hay otros autores que parecen reclamarme más. A los clásicos se va por muchas causas, pero no se busca a veces ninguna para empezar la novela de un autor nuevo, del que se sabe poco o casi nada, pero nada como volver a leer Los sueños, que es sátira dinámica y locuaz, carnal y lúbrica. No hay pena para quien no leyere, dice en uno de sus pequeños trozos (no son capítulos, no pueden serlo) pero habrá otra cosa, una pérdida quizá. Quien no haya leído a Quevedo pierde una posibilidad de sentirse más orgulloso de la que lengua que posee. Urdió un bosque de trampas semánticas y fascinó a la corte de su época y a las generaciones que le siguieron. Leer a Quevedo es respirar, sentir que el aire penetra en el cuerpo y lo recorre. Al acabar, siente uno la punzada de la revelación. No es que Quevedo nos cuente cosas maravillosas, quién duda que lo hace. Lo que fascina es su desparpajo milagroso, el modo en que enhebra las palabras y las retuerce y extrae de ellas lo que nadie supo entrever que existía. Es el dueño de las palabras. Luego llegaron otros o los hubo antes, pero si alguien merece ese premio (junto con Góngora) es Quevedo. Y es excesivo, ah muy excesivo. Eso es lo que a mí mas me ha encandilado siempre. 



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