Las vidas de algunas grandes eminencias del saber o de las disciplinas artísticas suelen ser escasas en aventuras, poco narrables. No poseen nada que las eleve sobre el resto y ni siquiera un ánimo bonancible logra extraer alguna incidencia que conjure el aburrimiento de su lectura. La de Thomas Browne es esa vida sin grandes sobresaltos, casi como la de cualquiera, pero la verdadera aventura estaba dentro de su cabeza, suele pasar. Leído como un Montaigne menos sistemático, no tan fresco, ni tan locuaz, Browne es un cumbre de cierta literatura grata de leer, pasada por la dispersión y por la emoción y cercana en lo íntimo. Es que a Montaigne se le ha de considerar deidad, no hay trono más idóneo. Se lee a Browne como si no hubiesen pasado cuatro siglos desde que manuscribiera sus textos. Me gusta porque escribe a la manera en que me gusta que se escriba. Las oraciones tienen que tener, no se pueden agotar en una sola lectura, precisa que se las respete y (paradójicamente) hurgue. Browne habla de religión y de sufrimiento, de la bondad del ser humano y de la desgracia de sus actos. Nos cuenta el mundo como si lo narrara en el convulso ahora. Una edición muy vieja encontrada en un saldo de baratillo me ha hecho volver a sus pesquisas morales. Hace como el detective cuando indaga en la trama de un delito: se hace acopio de las palabras y luego va componiendo la manera idónea de que enlacen y den un significado. Es la curiosidad la que mueve su ingenio. Escribió: "«Me contentaría con que pudiéramos procrear como los árboles, sin cópula, o que hubiese alguna manera de perpetuar el mundo sin ese trivial y vulgar modo de coyunda» No sé si la ausencia de una vida conyugal placentera le hizo fornicar con su prosa, a pesar de su cristiana concepción de las cosas. También tenía una alta estima a las Escrituras el buen Bach y trajo al mundo la progenie suficiente como para extender su semilla hasta el fin de los tiempos. No era hombre del altos vuelos humorísticos sir Thomas. Ser médico en aquella época (siglo XVII) no debió ser un jardín de risas y de música bailable. «El prolongado hábito de vivir nos indispone a morir», escribió en una obrita sobre las costumbres funerarias a lo largo de la Historia. Hay instrucciones suyas que no place cumplirlas; otras, sin embargo, son deleitosos, dan el júbilo de las que adolecen las comunes, las despachadas por la rutina. En estos tiempos de encierro, leer a Browne es pedagógico. Lo dice bien claro: Aprended a estar solos. Pues eso.
Revista Cultura y Ocio
Las vidas de algunas grandes eminencias del saber o de las disciplinas artísticas suelen ser escasas en aventuras, poco narrables. No poseen nada que las eleve sobre el resto y ni siquiera un ánimo bonancible logra extraer alguna incidencia que conjure el aburrimiento de su lectura. La de Thomas Browne es esa vida sin grandes sobresaltos, casi como la de cualquiera, pero la verdadera aventura estaba dentro de su cabeza, suele pasar. Leído como un Montaigne menos sistemático, no tan fresco, ni tan locuaz, Browne es un cumbre de cierta literatura grata de leer, pasada por la dispersión y por la emoción y cercana en lo íntimo. Es que a Montaigne se le ha de considerar deidad, no hay trono más idóneo. Se lee a Browne como si no hubiesen pasado cuatro siglos desde que manuscribiera sus textos. Me gusta porque escribe a la manera en que me gusta que se escriba. Las oraciones tienen que tener, no se pueden agotar en una sola lectura, precisa que se las respete y (paradójicamente) hurgue. Browne habla de religión y de sufrimiento, de la bondad del ser humano y de la desgracia de sus actos. Nos cuenta el mundo como si lo narrara en el convulso ahora. Una edición muy vieja encontrada en un saldo de baratillo me ha hecho volver a sus pesquisas morales. Hace como el detective cuando indaga en la trama de un delito: se hace acopio de las palabras y luego va componiendo la manera idónea de que enlacen y den un significado. Es la curiosidad la que mueve su ingenio. Escribió: "«Me contentaría con que pudiéramos procrear como los árboles, sin cópula, o que hubiese alguna manera de perpetuar el mundo sin ese trivial y vulgar modo de coyunda» No sé si la ausencia de una vida conyugal placentera le hizo fornicar con su prosa, a pesar de su cristiana concepción de las cosas. También tenía una alta estima a las Escrituras el buen Bach y trajo al mundo la progenie suficiente como para extender su semilla hasta el fin de los tiempos. No era hombre del altos vuelos humorísticos sir Thomas. Ser médico en aquella época (siglo XVII) no debió ser un jardín de risas y de música bailable. «El prolongado hábito de vivir nos indispone a morir», escribió en una obrita sobre las costumbres funerarias a lo largo de la Historia. Hay instrucciones suyas que no place cumplirlas; otras, sin embargo, son deleitosos, dan el júbilo de las que adolecen las comunes, las despachadas por la rutina. En estos tiempos de encierro, leer a Browne es pedagógico. Lo dice bien claro: Aprended a estar solos. Pues eso.