Es posible que Frida Kahlo hubiese sido otra pintora (u otra persona, deslindada del arte, quién sabe) si no la hubiese visitado la enfermedad, la postración y el desencanto. La lucha contra el cuerpo no se gana nunca, debió aprender en el curso de los años. Es el cuerpo el que escribe la novela, no el que cree poseerlo, quien sospecha que puede gobernarlo, su dueño aparente. No hay gobierno tal. Vivimos a expensas del cuerpo, de que engorde o adelgace, de que se entenebrezca o brille, de que no sea del gusto del que mira o del propio, de que se ruborice cuando lo tocan o sea un búnker, un territorio cerrado a cualquier intromisión, y a veces (contaba Frida en una carta a una amiga) no hay placer mayor que castigarlo, infligirle una pena severa, la de no comer o la de hacer que no pare de moverse. La historia de amor de estos dos es una historia zoológica, etología pura: el elefante (Diego) no desea ser elefante y la paloma (Frida) se desdice de su condición de paloma. Se quiere ser otra cosa, siempre se desea ser el otro. No hay espejo que devuelva lo que uno anhela ver. Igual por eso el matrimonio del elefante y la paloma se volcó en pintar, en inventar espejos, en hacer que la realidad mute, se transfigure, adopte otro rostro, exhiba otro matiz. Son como dioses los grandes pintores. Yo no he pintado en la vida. No sabría. De mi cuerpo no hay necesidad de contar nada ahora. Se va tirando con él como se puede, se le va inclinando a que consienta mis vicios, se le educa para que no me contradiga en demasía, se le mima en la intimidad, se le dan las atenciones más tiernas, pero al final es un cabrón, uno sin mesura, hace lo que se le place, va donde quiere, me insulta cuando menos lo espero, me intimida a veces, me susurra que es él quien manda, aunque parezca yo el dueño y hasta en ocasiones tenga derecho a decir que lo soy.