Se tiene la idea equivocada de que Bécquer hace la poesía que gusta a los que no leen poesía y, a la inversa, la idea (por supuesto que equivocada también) de que hace la poesía que no gusta a los que la leen. Hay otras opiniones asentadas que no cuadran, a poco que se las piense, si uno hurga y se deja llevar por la literatura, no por su revista de prensa. Una muy dañina es que Bécquer fue un autor maldito. Antes que poeta, fue periodista y, casi con toda probabilidad, se valió de esa cercanía con los círculos literarios para promocionar su obra, que fue escasa (las rimas, las cartas, las leyendas, los artículos de prensa, que recuerde) y no le deparó, en vida, la fama que obtuvo cuando falleció. No vale que se le atribuya el tormento y el desencanto, no existe beneficio, no hay nada a lo que aferrarse cuando un poeta ha sido encajado en el estante del malditismo. Sólo hay que leer, pensar en ese ideal de belleza, permitir que la aparente sencillez no nos distraiga de lo verdaderamente importante. Lo que nos cuenta Bécquer con esa música suya y ese modo de hacer poemas tan llano y asequible (insisto en el peligro de esa reducción, a veces interesada) es tan valioso que de ahí partió todo lo demás, la gran poesía de la primera mitad de siglo XX. No tendríamos Blas de Otero, ni Juan Ramón Jiménez, ni Antonio Machado, recito de memoria, si no hubiésemos tenido Bécquer. Al igual que no habríamos tenido Lovecraft de no haber existido Baudelaire y antes, Poe. Las palabras se buscan, adquieren esa vocación de eco con la que la literatura (un eco amplificado e inabarcable) se abastece para perdurar y, en ese trayecto, no dar la sensación de que se agota. Bécquer hizo que existiera el 27. Así de sencillo. No hay discusión. No importa que fuese idiota, tal vez lo fuese, todos lo somos una parte del día, dejó dicho alguien después de que Warhol aludiera a lo de la fama pasajera, ya saben. Era un idiota con un propósito. Además escribió unas historias maravillosas. Si el lenguaje ha quedado un poco anquilosado, se desanquilosa, permítaseme. Si suena a cosa de otro tiempo, es que es verdad. Es que no es de este tiempo, es de otro. Uno en el que escribir no tenía casi nada que ver con el hablar. Sólo hay que pensar en Espronceda, que fue el otro romántico. Lo de los cañones por banda a toda vela es fantástico, es un verso fundamental en la Historia de Nuestra Poesía, pero a mí no me atrae lo más mínimo.
Luego están las golondrinas, los pájaros y su mantra de nidos, las oscuras y melancólicas golondrinas que vuelan para embeleso de los enamorados, las que no volverán. Son suyas, pertenencia invariable del poeta Bécquer, al modo que las palomas son de Alberti, las arañas radioactivas son de Stan Lee o los cerdos sobrevolando las fábricas en Londres son de Pink Floyd. No tengo ninguna duda de que Bécquer no ha sido explotado todavía. Hemos tenido una época larga de Bécquer escolar, en la que se recitaban poemas (yo habré estropeado alguno de pequeño, estoy poco dotado para ninguna declamación decente) que todavía persiste. Bécquer tiene que ocupar las plazas de los pueblos. Tenemos que poner retratos de Bécquer en los escritorios de nuestros ordenadores. Tenemos que hacer seminarios sobre el romanticismo tardío o sobre los templos de España o sobre los fantasmas o sobre las golondrinas. Todo está bien si se logra que se beneficie su figura, que no es la de otros. Tal vez porque no llegó tan lejos, me dice K. No se puede comparar la poesía de Lorca con la de Bécquer. Ni puedes ponerlo junto a Miguel Hernández, que hoy hace 77 años que murió. Siempre se queda detrás Bécquer. En una hipotética carrera de poetas, Bécquer se desfondaría, no pasaría el primer corte. No porque sea mala su poesía (lo de poesía eres tú también ha hecho su daño en las mentes blandas) sino porque no somos románticos en este país nuestro, no tenemos al amor como bandera, no blandimos esa bandera, no nos cuadra en el pecho esa insignia. Bécquer no era idiota. La voz de Jaime Urrutia viene de vez en cuando (así como tiene Urrutia la voz, nasal y chulapona) y me repite lo de la inteligencia de Bécquer. La palabra ganapán no la he usado jamás en el lenguaje de la calle. Idiota, muchas veces. Lo mismo hoy se invierte la moda. Mañana igual toca contar la historia de algunos de los mejores ganapanes. Hoy ha tocado recordar (me pienso leer enteras las rimas a poco que cierre el texto y desayune) la figura del poeta elegante, un dandy parecía. He visto mozos con esa pinta becqueriana, un poco cuidado y otro poco no, como si desafiaran al mundo con el pelo largo y el bigote con su barba avisada hasta la barbilla. Como Bécquer, que fue grande, grande como Lorca o como Machado. Fue (además) el primer poeta moderno. Ya se sabe que la modernidad siempre empieza en la poesía.
adenda:Al billete de cien, hablo de pesetas, le encasquetaron la cara florida de Bécquer. Falta que al de euro (uno de ellos, da igual cuál, da lo mismo que lo ideen aquí o en Bruselas) le pongan la cara de Antonio Machado o la de Luis Cernuda o la de Federico García Lorca. Después de nuestra nómina de poetas ilustres, los gerifaltes europeos pueden tirar de patrimonio local, según sectores. Se admite que entre en la liza Lord Byron, Thomas Mann, Oscar Wilde o Charles Baudelaire. Ese billete con la cara de Baudelaire, el Baudelaire último, el más tocado, puede dar susto hasta dentro de la billetera.