Revista Cultura y Ocio

Galería de favoritos 64 / Dios

Por Calvodemora
Galería de favoritos 64 / Dios
A todos mis amigos que creen. A Rafa R., a Pedro, a Joaquín, a Juan Carlos, a Alfredo, a Carmen Lucía, a Pepe, a Manolo, a Araceli, a Rafa P., a Clemente. Tengo muchos amigos y la mayoría de ellos creen. Lo normal es que con el tiempo, arrimado a su cariño, termine por ver yo también la luz.

Dios debe ser bueno cuando nos tiene aquí. La otra opción, no estar, por inadmisible, realza y prestigia las restantes. Se prefiere la credulidad, no caer en el vicio de cuestionarlo todo y a todo poner traba y duda. Tiene Dios todas las de ganar. Es más fácil creer en él que aplazar o negar su existencia. Hay mañanas en que anhelas fieramente que se te escuche. Pides elevar la cumbre del día que acaba de imponerse ante ti. Por otro lado, no tiene mucho sentido, si es que tiene alguno, que en esa vastedad suya caiga en la cuenta de que le estás hablando y, cosa más extraordinaria todavía, se haya apartado de otras conversaciones y se esmere en la entablada contigo. Por otro lado, cómo no tenerlo entre los elegidos, de qué manera hacer que no se le cuestione todo o se le agradezca todo. Es más difícil no creer. La credulidad requiere un esfuerzo de más sencillo desempeño. Se nos habla de Dios desde que empezamos a tener uso de razón. Tenemos un uso de la razón y, al tiempo, funcionando en otro nivel del entendimiento o de las emociones, tenemos un uso de la fe. Están las dos discutiendo quién se lleva la partida. Quizá no haga falta que una la gane, tal vez sería mejor que ambas fluyesen en armonía y creyésemos o dejásemos de creer sin que se nos parta el alma en ese ejercicio. Porque hay gente que da la vida en esas cosas, literalmente. 

No sé exactamente si hay un recuento fiable, probablemente no, pero el número de muertos que la religión ha producido rivaliza con el de los salvados por ella. Por cada alma que ha vivido en paz con Dios y lo ha visto después en las alturas celestiales hay un fallecido en estas bajuras nuestras, a ras de calle, en el vértigo de las guerras o en la fiebre civil de las aceras. Todavía sigue el número de muertos creciendo. De esa sobrecogedora cifra hablan a diario en todos los medios de comunicación. Nombran cuánta gente ha caído aquí o allá, en un atentado terrorista en Damasco, en Londres o en Kabul. El mapa ofrece dianas a gusto del desquiciado. Luego está el creyente al que no le preocupa qué piense el otro. Si cree o deja de creer, si comparte su credo o le trae al limpio fresco. Están los que encuentran en el gozo del espíritu una forma de vida irrenunciable. Los hay cristianos, hinduistas o musulmanes. En todas los templos del mundo, veneren al dios que más se ajuste a su sensibilidad espiritual o a su idea de la salvación, hay palabras hermosas recitadas en frases poéticas. 

En todos los libros que la fe ha escrito a lo largo de los siglos hay parábolas que asombran por su esplendor narrativo, por la literatura que tutelan, por las metáforas que atesoran. No soy capaz de observar todo este inventario de símbolos sin la sospecha de que malogran en ocasiones lo bueno que tiene el ser humano, el que no precisa de dioses que lo observen, tutelen y amparen cuando la vida le abandone. No existe argumento que contradiga éste que expongo. Creer es un asunto que exige  a veces sacrificios absolutos. No creer también. No tengo en mi pequeño inventario de certezas (muy pocas, créanme) ninguna que eleve mi descreimiento por encima de las creencias de los demás. En la filosofía que aprendí y en la que por mi cuenta he ido ganando para mi disfrute, he visto disparates místicos que rivalizan con los racionales. Hay incluso una conmoción en la visión pristina del objeto espiritual, desjerarquizado, sin el prejuicio de que es el hombre, falible, el que escribe el susurro de Dios, el que lo deja registrado. Pero la conmoción no difiere de la que siento cuando leo la buena literatura de la que me aprovisiono a diario. 
La religión, ya lo dejó escrito Borges, es una rama de la literatura fantástica. La fe, un regalo para quien la profese. Uno al que no se inclina mi sensibilidad, con el que no he vivido ni al que me he visto en necesidad de acudir cuando los tiempos malos han llegado o cuando los buenos cruzan delante mía y me miran. No hay día en el que no discurra en mis adentros sobre la fascinación de Dios, sobre la religión que se inventó para que Dios tenga una narración, un relato, una trama, sobre lo sagrado convertido en excusa para que el hombre extermine al hombre. En el fondo, nos da igual qué argumento usar para ese oficio. Desde que pusimos el pie en este mundo, hemos hecho exactamente eso. Nos hemos ido amando y odiando. A partes iguales. Sigue sucediendo. A veces son los dioses quienes fomentan las batallas. Otras, bien al contrario, su absoluta ausencia. Ninguna opción elegida garantiza una convivencia más humana. 
Nada explica lo dañinos que somos. Quienes arguyen que Dios no existe porque hay mucha maldad y toda ella sería extensión suya, culpa atribuible a su mal diseño de las cosas, no tienen más argumentos que los usados por los que sostienen lo contrario y creen que el hombre campa a sus anchas y que Dios, una vez acabada su obra, se desentiende, no interfiere, deja que sus criaturas se amen o se maten a voluntad. Bastante hizo con devanarse la cabeza y crear (crear y creer son a veces la misma cosa) el universo. Lo hizo aceptablemente bien. Hay mañanas en que veo el azul del cielo o los ojos de mis hijos y no tengo más remedio que pensar que hay un Dios arriba y me está mirando, hasta me sonríe a veces. Los descreídos tenemos ese vaivén juguetón, el de no saber si nos miran a posta o es un descuido que Dios recaiga en nosotros en lugar de satisfacer las demandas de los que le rinden tributo y le adoran. No teniendo yo esa inclinación, me quedo con el Dios problemático, el que me hace no dejar de pensar en su existencia. Cada vez cuesta más ignorarlo, hacer lo que los agnósticos, no darle más relevancia; en cierto sentido, no concederle ninguna. 
Poseo una incredulidad lúdica que me hace disfrutar de su búsqueda más que gozar con su encuentro. Digamos que soy una especie de creyente inconstante. Uno que se arrima y se desarrima a voluntad y que no espera nada en ese juego de metáforas en el que siempre hay un ganador. Yo soy el ganador, el que encuentra un campo de cavilaciones fantástico. Cavilo por vocación. Por las incertidumbres que sugiere el camino. Carezco de la disposición moral que convierte a otros en personas declaradamente laicos o de creencias firmes, bien visibles, de asiento diario. Mi única firmeza es la incertidumbre. Es más: cada día la disfruto más enteramente. Me considero un privilegiado al no tener las certezas que quizá otros poseen. En la duda, en la mayoría de las dudas, no en todas, se vive mejor. No es que me tiente de pronto inclinarme en un altar y rezar todo lo que no he rezado nunca. Tampoco he visto ninguna luz que me invite a pensar en la divinidad, en los estamentos de su palaciega iglesia o en la bendición de que cuando muera estaré sentado a la derecha de un Padre con quien, de momento, no tengo intimidad alguna, del que descreo a veces y con quien, en otras, entablo un diálogo, un diálogo vacío o a medio llenar,como un cielo a medio hacer, que decía el poeta Transtömer, pero no necesito un volcado completo, no preciso de esa sensación de plenitud intelectual o estética o moral. 
Siempre está la otredad, la visión periférica, la conclusión de que en el fondo estamos solos y miramos a lo que nos rodea como si fuese el hábitat hostil o fuese la mismísima selva. Piensa uno en Dios y se le viene encima una maraña infame de prejuicios. Deja uno de pensar en Dios y se le seca la voz y hay como una orfandad en el afecto, en el trato sencillo de las emociones, en esa idea pequeña (aunque grata) de que no estamos solos por completo. Está uno al tanto de estos dulces vaivenes del espíritu. Consiente incluso que lo zarandeen. Da por buena esa acometida pacífica de la duda. Prefiere que exista, que ande por ahí abajo, ocupando su sitio. Pero por otro lado, observando esto y aquello con detalle, no me siento cómodo con los festejos que se organizan para adorar a Dios, con los templos que se levantan en su nombre, con los protocolos de adulamiento que se le ofrecen, con la coronación continua sobre la que descansa su reino en este mundo, con la artimaña de una vida después de ésta, con la intimidante idea de que soy vigilado y de que mis actos están siendo evaluados y de que seré salvado a razón de mi expediente cristiano y yo, tan descreído las más de las veces, de tan escaso o nulo afecto por las instituciones eclesiásticas, voy comprendiendo así, al correr fantasmal de los años, que se vive mejor en la disidencia, en la creencia (no firme de un modo absoluto) de que las únicas metáforas que de verdad deseo para mi deleite y salvación son las que me proporciona la literatura y no las que se airean en los púlpitos y que luego, viendo la realidad, uno ve huecas, vaciadas de significado, creadas para otros motivos que tal vez yo no alcance a entender. 
Dios tiene una legión visible e invisible de seguidores. Hay quienes pronuncian su fe, la airean, hacen que los demás la contemplen, necesitan demostrar en qué lugar están. Hay quienes no exhiben con esa firmeza respetable su fe religiosa, la llevan más privadamente, no se les ocurre manifestarla más de lo necesario. Hay quienes creen de un modo sencillo, sin retórica. Hay quienes lo hacen con exuberancia, alambicadamente, con prolijidad y adorno. Admiro esa exaltación del espíritu religioso, sea íntimo o no lo sea. Admiro que alguien pueda sentarse en el banco de una iglesia y estar en casa y sentir que es suya. Yo me dejo buenamente llevar como puedo. Pierdo y gano incesantemente. Me consuela escribir, contarme las cosas para que, al registrarlas, se me aclaren o definitivamente adquieran su condición mistérica. De lo que no conozco, de esas cosas de las que poseo un sentido muy primario o muy frágil, admiro la maravillosa cantidad de ocio que me proporciona. Uno lee para que ese suministro no decaiga. Lee, muy reducidamente escrito, para emular a Dios y contemplar desde la altura más idónea la trama misma, sus adentros, el espacio que existe entre la nada y el gozo más puro. 
Está bien ser Dios. Uno lo es a diario. Al final siempre termino así, un poco desviado del propósito que anima cada escrito, un poco irreverente y un poco más feliz por hacer también, al escribir, de Dios de mis propios vicios. Soy un dios caprichoso, un dios rudimentario, un dios afincado en su soledad, como el Dios al que se le reza y del que se espera tanto. No seré un buen cristiano nunca. Tampoco lo deseo. No sé si soy un laico aceptable o un ateo formal. No lo pretendo. Ahí ando, en ese limbo de imprecisiones metafísicas, en la cruda bondad de no tener ninguna constancia de que una opción u otra me va a hacer más feliz. Se trata de eso, al cabo, de arañar felicidad, de buscarla en todos sitios, de no tener otra motivación. En la espera, le pido a Dios que me coja de la mano si es que él tiene una con la que sujetar la mía. Todo está muy borroso, ya digo. Las palabras tiemblan cuando se les encomienda resolver estas ecuaciones del espíritu. 

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