Una de las alegrías más grande que proporciona leer es que puedes volver a leer lo que has leído y encuentras cosas que no apreciaste, matices novedosos, cierta impresión muy frágil de que hay algo que no logras entender del todo y que, sin embargo, aguardará ahí a que regreses otra vez. La literatura es un amor fiable, no hay fisuras, no se le pueden encontrar contradicciones y, caso de haberlas, cuando alguna ocasional ocasión concurren, son contradicciones venturosas, de las que propician otras alegrías, justo las que no tuviste en el idilio anterior, las que no se parecerán al idilio que esté por venir. Pues uno de los escritores que tienen más escondido (no a posta, no es un acto premeditado necesariamente) es Paul Auster. Me gusta una vez leer que escribía a ciegas, saltando entre las líneas, yendo sin tiento, un poco entre el vértigo de la trama y la responsabilidad de los personajes. Una de las cosas a las que nunca llegaré como escritor a es crear personajes de peso. Los de Auster lo tienen todo. Tienen un peso majestuoso, fluyen por las historias como si el mismísimo Dios los hubiese escrito. El hecho de meter en la misma saca de escritores a Auster y a un servidor es un atrevimiento absoluto, pero en una cosa coincidimos los dos, perdóneseme de nuevo la osadía: en escribir sin saber qué viene después. He escuchado elogios de ese tipo de escritura, pero no los comparto. En lo que a mí respecta, preferiría escribir con una idea clara de lo que va a acontecer, no confiar tan a tumba abierta en las palabras, en lo que las palabras nos van diciendo y en la trama que avanza inapelablemente, como si el lenguaje la ideara, no el escritor, no el individuo solitario (escribir es la cosa más solitario del mundo junto con la de leer y la de morirse), el que se acomoda delante de un folio en blanco y deja que las cosas pasen. Es muy vago eso de las cosas. Las de Auster están siempre bien definidas, a pesar de esa confesión suya de que escribía a ciegas. A lo mejor habla también a ciegas. Dice cosas que luego no se confirman con la realidad tangible, con los libros tangibles, con las historias tangibles. Auster es muy tangible. Los libros que más placer me han dado de cuantos ha escrito (reconozco que no los he leído todos) son los que transitan entre lo real (tangible, por supuesto) y lo fabulado, entre la verdad y la mentira, las dos expresadas con fiereza. Mr. Vértigo es una de esas novelas. Fue la primera suya que leí y de algún modo es la que primero viene a mi cabeza cuando pienso en Auster. El otro día un amigo me preguntó sobre qué novela me llegó más adentro. Dijo eso: más adentro. Creo que no hay literatura buena que quede afuera, todas calan, llegan adentro. Unas más que otras, no hay con qué rebatir eso, pero todas invitan a sumergirse o a buscar en el interior. Estamos demasiado tiempo afuera, conviene de vez en cuando ir hacia el interior. Ese viaje lo hace muy bien nuestro adorado Auster. Hace bien el narrar, lo borda, es un maestro en eso, empiezas y hay un descenso al propio Auster, a la matriz de la narración, al hueco en donde uno sabe que nacen las palabras. Hechiza Auster, a pesar de que uno comprenda que siempre (o casi siempre) es el mismo hilo de las cosas, la historia de la ficción dentro de la propia ficción, con toda esa cantidad abrumadora de escritores que se sientan en cafés y escriben sobre lo que les circunda. Porque Auster podría ser un personaje del propio Auster. De hecho, probó esa opción y la llevó a su terreno, al de la narración personal, que es la mejor de la que dispone. Hablo de Diario en invierno. Mi favorita sigue siendo El palacio de la luna (suena muy bien Moon Palace, muy seco, muy poético, en su original inglés, a mi parecer). Tal vez por ser la primera que leí y la que me hizo deslumbrarme. Después (creo que después) alguien me prestó Viaje por el scriptorum. Recuerdo cosas vagamente. Recuerdo el escritor en su encierro, ayudado por los personajes a reconstruirse, a encontrar una salida, a contar el relato, que es de lo que finalmente se trata. Luego han venido otras, han venido muchas. Auster escribe al modo en que lo hace King, aunque ambos constatan la realidad de un modo muy diferente. Auster se recrea en los susurros; King, en los gritos. Hay tochos a los que no he hincado el diente. 4321 está esperando, caerá uno de estos veranos. No sé por qué es una novela de verano. Como Invisible. Verano puro. La leí en la playa, en tres mañanas. Es una historia de sol y de luz. Walker (creo que era Walker, mi memoria no está para estipendios lujosos) es el poeta que todos hemos sido alguna vez o el que creímos ser, no sé. Auster es Walker (él es casi siempre un trasunto de sus personajes, o es al revés, tampoco sé) y deambula por la ciudad a finales de los sesenta, quiere ser poeta, quiere tener sensibilidad, quiere vivir, así que se enamora, vive aventuras (las aventuras de la ciudad, los riesgos de las calles) y regresa, ya de mayor, a ese año glorioso, glorioso y crápula y sexual y atormentad, para contar cómo fue. Había una pareja de Paris. En los libros de Auster hay de vez en cuando un toque europeo, como afrancesado y con olor a libro viejo. Pasan más cosas, además: cuando pienso en Auster, me acuerdo de mi amigo Álex. Hay escritores que van de la mano de amigos. Los ves pasear como si fuesen una pareja artística o amorosa o como si uno y otro fuesen en la realidad el mismo y sólo uno de ambos hubiese alcanzado la notoriedad pública y la fama y el otro se conformase con andar a modo de sombra, callado y feliz por la compañía. Un poco como yo con Borges o como Antonio con Stephen King
Revista Cultura y Ocio
Una de las alegrías más grande que proporciona leer es que puedes volver a leer lo que has leído y encuentras cosas que no apreciaste, matices novedosos, cierta impresión muy frágil de que hay algo que no logras entender del todo y que, sin embargo, aguardará ahí a que regreses otra vez. La literatura es un amor fiable, no hay fisuras, no se le pueden encontrar contradicciones y, caso de haberlas, cuando alguna ocasional ocasión concurren, son contradicciones venturosas, de las que propician otras alegrías, justo las que no tuviste en el idilio anterior, las que no se parecerán al idilio que esté por venir. Pues uno de los escritores que tienen más escondido (no a posta, no es un acto premeditado necesariamente) es Paul Auster. Me gusta una vez leer que escribía a ciegas, saltando entre las líneas, yendo sin tiento, un poco entre el vértigo de la trama y la responsabilidad de los personajes. Una de las cosas a las que nunca llegaré como escritor a es crear personajes de peso. Los de Auster lo tienen todo. Tienen un peso majestuoso, fluyen por las historias como si el mismísimo Dios los hubiese escrito. El hecho de meter en la misma saca de escritores a Auster y a un servidor es un atrevimiento absoluto, pero en una cosa coincidimos los dos, perdóneseme de nuevo la osadía: en escribir sin saber qué viene después. He escuchado elogios de ese tipo de escritura, pero no los comparto. En lo que a mí respecta, preferiría escribir con una idea clara de lo que va a acontecer, no confiar tan a tumba abierta en las palabras, en lo que las palabras nos van diciendo y en la trama que avanza inapelablemente, como si el lenguaje la ideara, no el escritor, no el individuo solitario (escribir es la cosa más solitario del mundo junto con la de leer y la de morirse), el que se acomoda delante de un folio en blanco y deja que las cosas pasen. Es muy vago eso de las cosas. Las de Auster están siempre bien definidas, a pesar de esa confesión suya de que escribía a ciegas. A lo mejor habla también a ciegas. Dice cosas que luego no se confirman con la realidad tangible, con los libros tangibles, con las historias tangibles. Auster es muy tangible. Los libros que más placer me han dado de cuantos ha escrito (reconozco que no los he leído todos) son los que transitan entre lo real (tangible, por supuesto) y lo fabulado, entre la verdad y la mentira, las dos expresadas con fiereza. Mr. Vértigo es una de esas novelas. Fue la primera suya que leí y de algún modo es la que primero viene a mi cabeza cuando pienso en Auster. El otro día un amigo me preguntó sobre qué novela me llegó más adentro. Dijo eso: más adentro. Creo que no hay literatura buena que quede afuera, todas calan, llegan adentro. Unas más que otras, no hay con qué rebatir eso, pero todas invitan a sumergirse o a buscar en el interior. Estamos demasiado tiempo afuera, conviene de vez en cuando ir hacia el interior. Ese viaje lo hace muy bien nuestro adorado Auster. Hace bien el narrar, lo borda, es un maestro en eso, empiezas y hay un descenso al propio Auster, a la matriz de la narración, al hueco en donde uno sabe que nacen las palabras. Hechiza Auster, a pesar de que uno comprenda que siempre (o casi siempre) es el mismo hilo de las cosas, la historia de la ficción dentro de la propia ficción, con toda esa cantidad abrumadora de escritores que se sientan en cafés y escriben sobre lo que les circunda. Porque Auster podría ser un personaje del propio Auster. De hecho, probó esa opción y la llevó a su terreno, al de la narración personal, que es la mejor de la que dispone. Hablo de Diario en invierno. Mi favorita sigue siendo El palacio de la luna (suena muy bien Moon Palace, muy seco, muy poético, en su original inglés, a mi parecer). Tal vez por ser la primera que leí y la que me hizo deslumbrarme. Después (creo que después) alguien me prestó Viaje por el scriptorum. Recuerdo cosas vagamente. Recuerdo el escritor en su encierro, ayudado por los personajes a reconstruirse, a encontrar una salida, a contar el relato, que es de lo que finalmente se trata. Luego han venido otras, han venido muchas. Auster escribe al modo en que lo hace King, aunque ambos constatan la realidad de un modo muy diferente. Auster se recrea en los susurros; King, en los gritos. Hay tochos a los que no he hincado el diente. 4321 está esperando, caerá uno de estos veranos. No sé por qué es una novela de verano. Como Invisible. Verano puro. La leí en la playa, en tres mañanas. Es una historia de sol y de luz. Walker (creo que era Walker, mi memoria no está para estipendios lujosos) es el poeta que todos hemos sido alguna vez o el que creímos ser, no sé. Auster es Walker (él es casi siempre un trasunto de sus personajes, o es al revés, tampoco sé) y deambula por la ciudad a finales de los sesenta, quiere ser poeta, quiere tener sensibilidad, quiere vivir, así que se enamora, vive aventuras (las aventuras de la ciudad, los riesgos de las calles) y regresa, ya de mayor, a ese año glorioso, glorioso y crápula y sexual y atormentad, para contar cómo fue. Había una pareja de Paris. En los libros de Auster hay de vez en cuando un toque europeo, como afrancesado y con olor a libro viejo. Pasan más cosas, además: cuando pienso en Auster, me acuerdo de mi amigo Álex. Hay escritores que van de la mano de amigos. Los ves pasear como si fuesen una pareja artística o amorosa o como si uno y otro fuesen en la realidad el mismo y sólo uno de ambos hubiese alcanzado la notoriedad pública y la fama y el otro se conformase con andar a modo de sombra, callado y feliz por la compañía. Un poco como yo con Borges o como Antonio con Stephen King
