Revista Cultura y Ocio

Galería de favoritos 70 / Samuel Beckett

Por Calvodemora
Galería de favoritos 70 / Samuel Beckett
Hay autores que parecen personajes. Algunos de ellos no precisarían ni que les diésemos un argumento. Ellos mismos son la trama y el personaje. Lo llevan a cuestas, están dentro de su corazón, impregnan enteramente su alma, conforman un grumo reconocible que llena por completo un escenario de un buen teatro. Sale Samuel Beckett a escena y mira al público. No dice nada, no hace falta que diga nada. Es más: cuando abre la boca, alguien le conmina a callar. Entonces Beckett pìde perdón con un gesto, se ha dado cuenta de que todo lo que diga será utilizado en su contra y permite que el silencio fluya y ocupe el aire hasta que sólo existe el silencio y se percibe que esa opresión (la del silencio) ha cancelado la existencia del aire. Pasan los minutos. Parece que no pasa nada. Alguien carraspea y se rompe el silencio. Ahora es Beckett quien le reprende. Ha tardado una vida entera en crear su cara adusta y severa y no digamos el tiempo que ha tardado en componer los gestos. Un gesto detrás de otro hasta conseguir que no haga falta componer un argumento. Yo soy el argumento, parece decir. Si acercamos el oído, si miramos con detalle, apreciamos todas las inflexiones de ese argumento difícil, pero cuál no lo es. Todas las cosas que pasan tienen ese grado de complejidad, pero la rutina ha facilitado el convencimiento de que lo entendemos, pero es falso, es radical y obstinadamente falso. Beckett está encima del escenario, está solo, no hay música, viste con sencillez, lleva un jersey de cuello vuelto y una chaqueta negra. Zapatos lustrosos. Se ve el brillo desde cualquier asiento. Quizá sea ese el aspecto más destacable, el lustre de los zapatos de Samuel Beckett. De pronto se retira del escenario. No sabemos si es el final de un acto o el final de la partida. El juego concluye. Se va levantando el público, no hablan entre ellos, no saben qué decir, no tienen nada que decir, nada que favorezca o entorpezca la sensación de que todo está dicho y de que no hubiera habido otra manera de que fuese dicho. Todo así muy extraño, Beckett desconcierta. Sólo hay que mirar su cara. Fíjense. Adviertan el paso cruento de los años. Pero tampoco fueron tan malos. Vivió de la escritura. Unas veces fue más absurdo que otras. En una película de Woody Allen, Woody Allen usa a Godot para hacer un chiste inteligente con una furcia que ha contratado. Ella no lo pilla. A Beckett no hay que pillarlo a la primera. Ni siquiera cuando has pensado varias veces. Tienes que dejarte ir, déjate llevar. Le dieron un premio Nobel y creo que lo puso en el cuarto de baño, dentro de un mueblecito en el que colocaba la loción de después del afeitado, la espuma de afeitar y una colonia con olor a silla vacía de un teatro de provincias que le regaló un espectador que se había ido a mitad de la obra. He dicho a mitad de la obra. Puede que al principio. A pesar de todo amamos a Beckett, no podemos dejar de amarlo, nos ha explicado muchas cosas del siglo XX y si estuviese aquí nos explicaría muchas cosas del XXI. No sabemos dónde está Godot. Un día que encarte, a poco que nos esmeremos, acude. Yo creo que Godot es uno mismo. Todos somos Godot, todos somos Beckett. La vida es una representación dramática en la que hay espectadores que carraspean, se van o deciden encender el móvil y ver cómo van las acciones o si hay prórroga en la final del partido de fútbol. Beckett lo amonesta desde el escenario. Le basta un gesto. La mirada de Beckett es de gárgola. Como era un poco francés, aunque irlandés de cuna, puede ser Notre Dame. Ahí está. Vedlo emerger en mitad de la noche. Va a decir unas palabras, pero de pronto ha elegido callarse, mira desde su inmarcesible altura y se coloca bien el cuello vuelto. Se lo ha descolocado el viento.

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