Con Bergman sucede como con ciertos libros de lo que luego uno se aleja, aunque anhele en el fondo entrar en ellos, sentir lo que sienten otros que entraron y los amaron. El problema es leerles pronto, no dar tiempo a su lectura, abalanzarse a su trama sin conocimiento del terreno, confiar en demasía en nuestra habilidad o en nuestro entusiasmo. Recuerdo haber visto cine de Bergman en televisión, en casa de mis padres, la mía también, hace mucho tiempo y recuerdo salir cruzado por una especie de cicatriz dolorosa y placentera a la vez. Porque era una cicatriz, una deleble, eventual, de poco asiento en la carne, pero dura adentro, cargada de dramatismo y de belleza también. No era, por supuesto, el cine que uno ve cuando ronda los veinte años (poco menos tal vez) pero es el cine que sabe que le espera y no duda en hacerse el valiente. Al final, pasados los años, no creo que ese cine sea tan difícil, no me parece difícil ahora, por lo menos, pero uno no es quien era y no tengo ni idea de cómo pensaba con esa edad, igual que no tendré (espero) cuando frise esa edad anciana en la que mi edad de ahora me parezca escandalosamente joven. El tiempo es un enigma siempre. Me acordé de las veces en que los amigos hablábamos de Bergman en los bares (con más hilaridad que otra cosa) y cómo tratábamos de explicar esto o aquello, dar con la clave que nos autorizara a ser expertos en él, como si tal cosa pudiera ser posible entonces o pueda ser posible ahora. En alguna ocasión sacábamos a Woody Allen a escena. Mi amigo K. decía que Ingmar Bergman era un personaje de Woody Allen. No le quitábamos la razón. Todavía se la doy, con reservas, como una broma simpática, pero inquietante. Ayer volví a ver Fresas salvajes. Me intrigaba verla con la perspectiva nueva que supone haberle perdido , en parte, el entusiasmo (y hasta el afecto) a Bergman. La había visto hace unos años y anoche se las componían felices para darle otra vuelta. La puse tarde (me acosté tardísimo) y la vi en absoluta soledad, iluminado por las sombras de los personajes. Debía ser otra la trama del profesor a punto de recibir un merecido homenaje en su universidad que se sueña muerto en una ciudad despoblada. Lo relevante del cine de Bergman es que es nuevo en cada visionado. Hay matices que no se apreciaron. Gestos que pasaron desapercibidos. Isak Borg, el profesor de repente arrojado a su propia memoria, es un personaje épico. De una épica melancólica, ataviado con pequeños trozos de recuerdos que, a la luz del ahora, recompone y engarza hasta formar una imagen fiable, si es que es posible gobernar el pasado, de todo lo que ya no está. Al final de la travesia, cumplido el trayecto, sacado el DVD de la bandeja y comprobado que el corazón se remansaba y regresaba a su manso estado previo, volví a caer en la cuenta de las razones que hacen que uno se quiera de vez en cuando aislar de Bergman, retirarse voluntariamente del influjo de su cine metódico, limpio, hondo, relevante, puro y apabullantemente trascendente. Atrae el Bergman agnóstico, el que se cuestiona a Dios y no acepta que la muerte lo borre todo, el que dibuja la vida como un acto sencillo, de una mansedumbre hiperbólica, exenta de héroes y de villanos. Aturde ese emboscarse de bruces en la urdimbre del alma, comprender que se nos está vendiendo un instante en la eternidad. Porque una película de Bergman no termina jamás. Se amarra adentro, se adensa, se incorpora a esa red personalísima de nombres y de objetos, de ideas y de emociones que nos hace ser como somos. Pero con tiento, maestro, con tiento...
